Taller de Historia IV – 7 José Luis Corrales explica el origen del cristianismo (18-12-2021)

Otra tarde de invierno con 35 asistentes dispuestos a disfrutar de la charla de nuestro compañero José Luis Corrales que, con su alegre disposición, se propuso y consiguió que todos disfrutaran de sus explicaciones en dos horas agradables. Él nos ha proporcionado el siguiente resumen:

José Luis Corrales.

Nota preliminar: este texto está escrito sólo desde la Historia y la Filología, no desde la fe y la Teología, territorios a cuyos fundamentos últimos la Historia, entendida como ciencia, no puede acceder.  

    Historia y dogma.

Hasta el siglo XVIII, cuando el catedrático alemán de lenguas orientales H. S. Reimarus comenzó a estudiar la Biblia de forma crítica, se consideraba que la verdad histórica sobre Jesús de Nazaret y los primeros tiempos del cristianismo era exactamente la que se narra en el Nuevo Testamento. Reimarus y sus seguidores comenzaron a desvelar e investigar lo que ellos consideraban incoherencias, contradicciones y relatos fantásticos que pueblan los escritos fundacionales de la tradición cristiana. Su modo de trabajo, conocido como método histórico-crítico, consiste básicamente en abordar los textos sólo desde la Historia, la Filología y otras ramas de la ciencia con el fin de acercarse todo lo posible a la auténtica realidad histórica, limpiando los relatos de todas las adherencias de la fe, la tradición teológica, las leyendas y los mitos que se hallan fuertemente incrustados en ellos. Es, en lo fundamental, el mismo método que los estudiosos siguen empleando hoy en día, enriquecido con el tiempo por las aportaciones de otros muchos investigadores, tanto creyentes como no creyentes.

El método histórico-crítico a menudo llega a conclusiones que entran en contradicción con determinadas creencias tradicionales. Algunos sectores religiosos, especialmente los más conservadores, siguen aferrados a los dogmas institucionales en contra de las evidencias científicas y los razonamientos de los investigadores. Grandes científicos como Galileo, Newton o Darwin fueron atacados por ello, pero también numerosos teólogos mucho más actuales como Hans Küng, Robert Haight, Jacques Dupuis o el español José María Castillo.

Son muchos los ejemplos que podrían citarse sobre la pugna existente entre historia y dogma. Detengámonos, para ilustrarla, sólo en uno de los más conocidos: el relacionado con los hermanos de Jesús, que contradice uno de los dogmas más sagrados del catolicismo, el de la virginidad perpetua de María (antes, durante y después del parto). Los principales autores neotestamentarios hablan con total naturalidad de los hermanos y hermanas de Jesús, dando incluso sus nombres (Mc 6, 3; Mt 13, 55; Lc 8, 19-21; Jn 7, 10; Hch 1, 14; Gal 1, 19). Desde el punto de vista de la Historia, no hay motivos para no creerlos a este respecto; pasan todos los filtros y criterios de historicidad usados por el método histórico-crítico. Es más, tener muchos hijos constituye para un judío tradicional una bendición del cielo (Sal 127). Desde la Filología, por otra parte, podemos añadir que el término usado por todos los autores para hablar de hermanos es adelphós, que etimológicamente significa “del mismo útero”. La Iglesia, empeñada en defender el dogma a capa y espada, ha señalado que, en realidad, los hermanos eran primos, o parientes o medio hermanos de Jesús (hijos de un anterior matrimonio de José). Pero si hubieran querido decir primos, los evangelistas habrían escrito anepsiós, o habrían utilizado el término syngenis para decir pariente, o plêgenês para decir medio hermano, puesto que todos ellos escribieron en griego. Pero no es el caso: sólo utilizan el término adelphós, el mismo que emplean para hablar de los dos hijos de Zebedeo, los hermanos Santiago y Juan, o para referirse a la relación entre Pedro y Andrés, que también eran hermanos. Y para la defensa de su tesis, además, la Iglesia no ha dudado en basarse en textos que ni ella misma considera canónicos, como es el caso del apócrifo Protoevangelio de Santiago, un texto del siglo II cargado de fantasía. Si a esto le añadimos que la conocida cita de Mateo “una virgen dará a luz un hijo…” es copia de una profecía del profeta Isaías, que utiliza en hebreo la palabra almah (doncella, mujer joven), que fue mal traducida al griego por parthenos (virgen), la evidencia se hace mucho más contundente.

Pues bien, a pesar de todo ello, muchas iglesias, especialmente la católica, prefieren mantener el dogma contra toda evidencia histórica, filológica y de las ciencias naturales. Es cuestión de fe, aseguran. Pero la Historia, entendida como ciencia, no puede moverse en ese territorio.

 El cristianismo entre las religiones de la Antigüedad.

         Un segundo campo para entender los orígenes del cristianismo es el relacionado con las culturas y religiones del Mediterráneo oriental, el espacio donde nace. En primer lugar, más que de origen del cristianismo, tenemos que hablar de orígenes, porque son varios. En segundo lugar, hay que decir que ninguno de los conceptos fundamentales del cristianismo es completamente original. Todo lo más, una variante o derivación de ideas ya existentes. No es una religión repentinamente caída del cielo. Los antiguos egipcios, por ejemplo, ya creían en el más allá, el faraón era tenido por hijo de Dios, Osiris moría y resucitaba, Horus podía encarnarse en el faraón… Por otra parte, la concepción del mundo del cristianismo ha sido hasta hace muy poco la misma que la del mundo acádico-babilónico del año 1700 a.C.: una Tierra plana, con un infierno debajo y un cielo en lo alto, plagado de puntos inmóviles, las estrellas, un cielo cercano tras cuya cúpula, que a veces se abría, habitaba la divinidad… Entre los diferentes espacios se movían los hombres, los demonios, los ángeles o los mismos dioses, que visitaban a los hombres cuando les parecía. En fin, el mismo universo que muchas de nuestras abuelas concebían hace tan solo unas décadas. El judaísmo, por su parte, que es la madre del cristianismo, adopta de los persas, durante el exilio de Babilonia, conceptos que luego serán muy importantes para la nueva fe: la retribución, el juicio final, la vida futura, el alma…, algunas de las cuales son compartidas también por el mundo greco-romano, especialmente por la filosofía platónica, con la división que hace entre cuerpo y alma y la consideración de que el cuerpo es una especie de cárcel para el alma. Así mismo, en el mundo greco-romano existían hombres considerados divinos, como los emperadores, o como algunos hombres sabios. Augusto podía decir con toda naturalidad que era hijo de un dios, el divinizado Julio César, que lo había adoptado. Hércules, Asclepio o Dioniso eran hijos de Zeus y una mujer. La leyenda de Alejandro Magno decía que Olimpia, su madre, lo había concebido yaciendo con Zeus en forma de serpiente. Se creía en nacimientos extraordinarios de sabios como Platón o Apolonio de Tiana. Del judaísmo, el cristianismo adopta, finalmente, algunos de los conceptos esenciales que configurarán la nueva religión: el monoteísmo, las profecías, la figura del mesías, el Reino de Dios, los títulos de Hijo de Dios e Hijo del Hombre, la resurrección, en la que ya creían los fariseos desde el siglo II… En resumen, el cristianismo está formado por una confluencia de numerosas ideas previas que provienen de las culturas que lo circundan y anteceden. Es la mezcla de todas ellas la que le confiere el éxito que finalmente alcanzará en la Historia.


    Historia de Israel.
 

Si no tenemos en cuenta la particular historia del pueblo judío, es imposible entender plenamente la figura de Jesús de Nazaret, que, si bien no es el creador del cristianismo, sí es su base y fundamento. Sin él -sobre todo sin el fracaso que supone su ajusticiamiento- no habría nacido una nueva religión.

La historia de Israel es, resumiendo mucho, la historia de una ocupación por parte de otras naciones. El pueblo que se considera a sí mismo el elegido por Dios es un pueblo que apenas goza de independencia durante la mayor parte de su historia. Ello supone habitualmente la profanación de su templo y sus creencias, fuertes impuestos que empobrecen a la población, castigos, duros exilios, intervenciones militares, imposición de costumbres ajenas, falta de respeto por su lengua y sus tradiciones… En fin, los sufrimientos de todos los pueblos ocupados por otros.

Solo en dos breves periodos de su historia goza Israel de plena autonomía: en tiempos de los grandes reyes Saúl, David y Salomón, en torno al año 1000 a.C. y en tiempos de los Macabeos, del año 166 al 63 a.C., año en que Israel es de nuevo ocupado, esta vez por los romanos. Mientras tanto, han sido dominados por algunos pueblos cananeos vecinos, por asirios, por persas o por Alejandro Magno y sus sucesores, la dinastía helenista de los seléucidas. Aunque en ocasiones, como en tiempos de Jesús, los judíos tienen sus propios reyes, se trata de reyes vasallos impuestos por Roma, como es el caso de Herodes el Grande, bajo cuyo reinado nació Jesús, y su hijo Herodes Antipas, en cuyo reinado fue crucificado.

Esta realidad está impresa a fuego en las mentes y en los corazones de la población judía, que cada cierto tiempo, siguiendo a un líder, se rebela contra sus dominadores. Es el caso de los hermanos Macabeos, cuya revuelta contra el rey helenista Antíoco IV Epífanes, que intentó eliminar su religión, sus costumbres y hasta su lengua, fue exitosa, marcando un periodo de cien años legendario para Israel. Este periodo de independencia debió de ser esencial en la formación del espíritu de Jesús y de sus coetáneos. De hecho, entre el año 63 a.C. y el año 135 de nuestra era, cuando Israel es borrado de la faz de la Tierra por el emperador Adriano, tienen lugar numerosas revueltas lideradas por libertadores con aspiraciones regias, algunos de los cuales se autoproclamaron mesías. Varios de ellos son citados en fuentes neotestamentarias o judías: Judas el Galileo, fundador del movimiento de los zelotes y ajusticiado en el año 6 d. C.; dos de sus hijos, Simón y Jacob, que también lideraron una revuelta en Séforis, ciudad a 7 Km de Nazaret, y que fueron crucificados; Teudas, asesinado junto a cientos de sus seguidores; el Egipcio; el Samaritano… y, finalmente, Simon Bar Kochba, el líder de la última revuelta contra Roma (132-135 d.C.), cuyo resultado es la total desaparición de Israel, que ya había sufrido otras dos guerras por el mismo motivo: la del 66-73 d.C., en la que se produce la destrucción de Jerusalén a manos del futuro emperador Tito, y la conocida como Guerra del Exilio (115-117 d.C.), que nace fuera de Israel pero que también se extiende a Judea. El movimiento de Jesús no es, pues, el único movimiento mesiánico de la época que pretende la liberación y restauración de Israel. Todos los intentos por conseguirlo acabaron con la muerte de sus líderes, muchos de ellos en la cruz, el infame castigo y escarmiento que daban los romanos a los esclavos y a los acusados de sedición contra Roma.

Este ambiente de tensión general, algo más tranquilo durante el reinado de Herodes Antipas, es el que se vive desde que Pompeyo toma Jerusalén en el año 63 a.C. hasta la total destrucción de Israel en el año 135. La aniquilación fue tal que Israel tardará más de dieciocho siglos en volver a ser un estado independiente, exactamente hasta 1948, tras la Segunda Guerra Mundial. Las tres Guerras Judías, pero especialmente la primera, son piezas clave para entender la evolución de los momentos iniciales del cristianismo.

Jesús de Nazaret.

    Las fuentes no cristianas de la época que hablan de Jesús de Nazaret son escasísimas y se limitan a mencionar su nombre, relacionándolo o bien con disturbios o bien con la muerte de su hermano Santiago en el año 62. Los cuatro testimonios más conocidos, consistentes en unas pocas líneas, fueron escritos por los historiadores Flavio Josefo, Tácito, Plinio el Joven y Suetonio. De ellos, el que da más detalles es el del judío Flavio Josefo (38-107 d.C.) y dice así: “Hallándose Albino, procurador romano, todavía de camino, Anán, uno de los cinco hijos del sumo sacerdote, reunió a los jueces del Sanedrín e hizo comparecer ante él al hermano de Jesús, el denominado Cristo, que se llamaba Santiago, y a otros. Los acusó de haber transgredido la Ley y los entregó para ser apedreados” (Antigüedades Judías, 200).

El resto de las fuentes de que disponemos fueron escritas por unos seguidores imbuidos de una fe a veces exaltada y propia de los primeros tiempos y, puesto que se trata de escritos apologéticos, de propaganda o litúrgicos, hay que leerlos muy cuidadosamente para extraer la información presumiblemente histórica que contienen. Lo que ningún investigador defiende es que los evangelios sean libros de historia, sino libros de teología expuesta mediante narraciones de formato histórico. Dos ejemplos muy sencillos:

Jesús, casi con total seguridad, era natural de Nazaret o, al menos, galileo, pero Mateo y Lucas inventan el relato que lo hace nacer en Belén de Judá para que se cumpla la profecía de Miqueas. Belén es, además, el mismo lugar donde nació el rey David, del que, según los dos evangelistas, era descendiente. Y esta descendencia la justifican componiendo unas genealogías contradictorias entre sí. Pero lo que les importa a los evangelistas no es la verdad histórica, sino la teológica: Jesús es el nuevo David, rey de Israel.

Tampoco el relato de los Reyes Magos es un relato histórico, sino una manera de crear doctrina. Es un texto que mueve a la conversión y que viene a decir: “vosotros lo tuvisteis aquí y lo despreciasteis, mientras que hombres sabios vinieron de otras naciones a adorarle” (el cristianismo se está expandiendo en esos momentos entre los no judíos). En cuanto a los tres regalos que le entregaron, suponen toda una lección de teología: el oro era propio de los reyes (Jesús es el mesías), el incienso se le ofrecía a los dioses (Jesús es Dios) y con la mirra se embalsamaba a los muertos (Jesús también es hombre y, como tal, ha de morir). Con tres simples símbolos engarzados en una historia, los evangelistas están componiendo lo más esencial de las creencias cristianas. No es historia, es teología, y los evangelios están llenos de escenas de este tipo.  

Así pues, no podremos entender adecuadamente ni los textos ni el movimiento cristiano si no establecemos una distinción entre tres figuras:

El Jesús real, al que no tenemos acceso puesto que no dejó ningún testimonio de sí mismo, ni escrito ni de ningún otro tipo, como sí hizo, por ejemplo Pablo de Tarso con sus cartas.

El Jesús histórico, aquel que podemos deducir a través de la investigación histórica, sociológica y filológica de los textos que hablan de él, eliminando, a través del ya mencionado método histórico-crítico, todo lo que tenga visos de ser leyenda, fantasía o elaboración teológica. Digamos que el Jesús histórico es el personaje al que estudiaríamos como estudiamos a Sócrates o a Alejandro Magno.

El Cristo de la fe: la interpretación que hacen del Jesús real sus seguidores desde la creencia de que se trata de un ser divino, hijo de Dios, un salvador universal que volverá al final de los tiempos para juzgar a todos los hombres e instaurar el Reino. Es decir, el Jesucristo que se menciona y describe en el credo de Nicea, que sigue siendo el actual.

La confusión tiene como origen el hecho de que la Iglesia desde los primeros tiempos nos ha presentado al Cristo de la fe como si fuera el Jesús real o el histórico.

Del Jesús de la historia podemos saber pocas cosas con absoluta certeza. Sólo nos cabe establecer hipótesis más o menos seguras, como sucede con cualquier otro personaje de la Antigüedad.

A grandes rasgos, de la investigación histórica se puede deducir que Jesús fue un profeta apocalíptico galileo que predicó durante un tiempo (tres años según Juan, sólo unos meses según el resto de los evangelistas) la venida inminente del Reino de Dios, algo para lo que los judíos debían prepararse creando las condiciones necesarias para su inmediata implantación. Mediante la intervención directa de Yahveh en la historia se produciría la liberación de los poderes extranjeros y la restauración de Israel bajo el gobierno de Dios mismo a través de un mesías o rey, un gobierno que traería la paz y la felicidad a Israel hasta el fin de los tiempos. Sabemos también que probablemente Jesús, al final de su vida, pudo considerarse a sí mismo mesías, que también lo consideraron así sus seguidores, que actuó como tal y que por ello fue tenido por peligroso tanto por las autoridades romanas como por las judías, ya que desafiaba el statu quo imperial. En el Reino de Yaveh no cabían, evidentemente, ni Tiberio, ni Pilatos, ni los impuestos a Roma, ni las seis legiones romanas que controlaban el territorio. Por ello, por tener aspiraciones regias, fue apresado, juzgado y declarado culpable de sedición y, por tanto, crucificado, el castigo que aplicaba el imperio por los delitos de lesa majestad. Y así lo escribieron en el llamado titulus crucis, la tablilla donde se escribía la causa de la condena a muerte: Rey de los judíos.

Otros aspectos menos generales pueden asimismo tenerse por ciertos: Jesús fue durante un tiempo discípulo de otro profeta apocalíptico, Juan el Bautista, también asesinado; hablaba a las gentes mediante parábolas; nunca se salió del marco teórico y religioso del judaísmo; no pretendió fundar ninguna religión; sus seguidores no se rindieron después de su muerte (como se rindieron los seguidores de otros autoproclamados mesías) y consideraron que, de alguna manera, Jesús mismo, o su espíritu, o el espíritu de su mensaje siguieron vivos después de su muerte.

Aunque dé la impresión de que afirmamos que la misión de Jesús fue sólo de naturaleza política, no hay que olvidar que religión y política en el Israel del siglo I eran una misma realidad. Jesús no sólo es un judío nacionalista que pretende la liberación de su pueblo (quizás en algún momento a través de medios no pacíficos, como se puede deducir de ciertos pasajes evangélicos), sino que predica que esa independencia consiste en el reinado de Dios mismo a través de un mesías. La separación entre política y religión se haría mucho después, cuando a Jesús se le comienza a deshistorizar, desjudaizar y despolitizar debido a que la nueva religión se está implantando sobre todo entre los paganos, los habitantes del mismo imperio que lo condenó a muerte, lo que implica que no podía ser presentado ante ellos como un judío nacionalista que estaba en contra de la ocupación romana, sino como alguien más preocupado por cuestiones morales, más mistificado y más religioso al modo en que entendemos hoy en día la palabra religión, un personaje que al que unos setenta años después de su condena a muerte por predicar la instauración del Reino de Dios en la tierra de Israel, el evangelista Juan le hace decir: “Mi reino no es de este mundo”. Muy pronto el Jesús de la Historia es transformado por sus seguidores en el Cristo de la fe. ¿Cómo se lleva a cabo ese rápido proceso.

La transformación: el nacimiento del cristianismo. 

  El cristianismo no aparece con el nacimiento de Jesús, un acontecimiento del que no existe información histórica alguna, sino solamente mítica y teológica. Tampoco nace con su predicación, de la que ni siquiera sabemos si duró unos meses o unos años. La nueva religión nace después de su muerte. A pesar de lo legendario que muy pronto llegó a ser el personaje, casi ningún investigador actual defiende que Jesús -no Jesucristo- fuera una invención de sus seguidores. En aquellos momentos ningún inventor de religiones habría creado, si es que deseaba tener éxito entre los ciudadanos del imperio, a un dios ajusticiado en una cruz. Sería tan poco creíble como que hoy en día cualquier inventor de religiones creara a un dios estafador, por ejemplo, o terrorista, realidades tan desprestigiadas y abominables como en aquel tiempo lo era un crucificado, es decir, un traidor a Roma o un esclavo delincuente.

¿Qué pasó entonces para que no ocurriera lo mismo que les ocurrió a otros movimientos mesiánicos de aquellos tiempos, es decir, que los seguidores del líder, tras su muerte, abandonaran, derrotados, su causa y desaparecieran de la historia?

La primera reacción de los seguidores de Jesús, tras esconderse durante un tiempo por miedo a acabar como su líder, debió de ser, a juzgar por lo que luego vino, una pregunta: ¿Por qué? ¿Por qué ha sido crucificado este hombre, un hombre justo que predica una causa justa como es la liberación de Israel y la instauración de un reino donde cese el sufrimiento, un reino gobernado por el mismísimo Yahveh, que no puede consentir que su pueblo, el que Él ha elegido, siga siendo un pueblo que sufre subyugado por los infieles? Y los primeros discípulos buscaron la respuesta a esta pregunta donde buscan los judíos cualquier explicación a un hecho: en la palabra de Dios, en sus libros sagrados, en lo que hoy llamamos Antiguo Testamento. Y los discípulos, que seguramente no eran unos pobres pescadores galileos simples e iletrados, sino hombres instruidos que conocían las Escrituras de memoria, encontraron la respuesta en ellas: en libros proféticos como el de Isaías, en los Salmos, en el libro de Daniel, en Zacarías... Debieron de pensar: “Dios, que es bueno y todopoderoso, no puede abandonar así a su pueblo. Quizás el mesías no era la figura regia que nosotros pensábamos que era. Quizás los planes de Dios eran otros y éramos nosotros los que estábamos equivocados”. Y reinterpretan a Jesús a la luz de figuras proféticas y mesiánicas de la historia de Israel tales como el Siervo Sufriente que se describe en Isaías 53, o como el Hijo de Hombre de Daniel, o como el cordero que se sacrifica en el templo por los pecados del pueblo y que se menciona en Éxodo 29, 38-42 y en Jeremías 11, 19; o como el verdadero Hijo de Dios del que habla el Salmo 2. Y, de repente, el sentimiento de fracaso inicial se debió de convertir en una inyección de fuerza con este descubrimiento, que explicaba y daba sentido a lo que había ocurrido en la cruz, una fuerza que ellos debieron de interpretar como la fuerza del Espíritu de Dios y que les lanzó a predicar como locos al nuevo Jesús del que, según ellos, ya habían hablado los antiguos profetas. Y perdieron el miedo porque estaban convencidos de haber encontrado la verdad en las antiguas escrituras, lo cual les debió de servir también para tener la certeza de que la apuesta que habían hecho por el Nazareno había merecido la pena y no habían hecho el ridículo siguiendo a un pobre visionario fracasado y ejecutado en el Gólgota. Así pues, el mesías entendido como  libertador y como rey del pueblo judío se transformó muy pronto, como fruto de un trabajo exegético de los primeros discípulos, en el mesías sacrificial que da su vida por la salvación no sólo de Israel, sino de todos los hombres.

Ocurre también que muy pronto los seguidores de Jesús proclaman que Dios lo ha resucitado. Hay, según ellos, profecías que lo anuncian: “Porque no dejarás mi alma en el Sheol, ni permitirás que tu Santo vea corrupción” (Salmo 16, 10), por ejemplo. Es decir, si Dios no lo ha abandonado, como tras su crucifixión pudo parecer, sino que lo ha ofrecido como sacrificio por la salvación del género humano, no puede haberlo dejado caer en el abismo de la muerte. Al contrario, debe de haber hecho justicia con él, debe de haberlo sentado a su derecha, como dicen las escrituras (Isaías 41, 10: “siempre te sustentaré con la diestra de mi justicia”). Eso sólo puede significar que Jesús (o su espíritu) está, de alguna manera, realmente vivo. No podemos olvidar que en el judaísmo farisaico, al que seguramente pertenecen los primeros seguidores de Jesús, se cree en la resurrección desde aproximadamente el siglo II a.C.

O podemos pensarlo de otro modo: entre “el espíritu de Jesús sigue vivo” y “Jesús está vivo” hay un paso muy pequeño, sobre todo en un mundo en el que se cree que hay caminos que comunican la vida y la muerte, que un muerto puede aparecerse (es decir, estar vivo de alguna manera) o se cree que la divinidad revela cosas en sueños o en visiones.

Sea como fuere, muy pronto sus seguidores tienen la certeza de que Jesús está vivo y eso se convierte en el centro de la predicación: si él ha sido resucitado, nosotros también lo seremos, asegura Pablo de Tarso en 1 Cor 15, 12-20 unos veinte años después de la muerte de Jesús.

El proceso de transformación continúa si consideramos el concepto “Reino de Dios”, que fue el centro de la predicación de Jesús. Jesús estaba seguro, puesto que debía de tener total confianza en Dios, que el Reino iba a llegar inmediatamente, que él y la gente de su generación lo iban a ver y disfrutar. La profecía decía que comenzaría en Sión o en el Monte de los Olivos. Quizás sea una casualidad que fuera allí donde lo prendieron. Pero el Reino no vino. Lo que vino fue la crucifixión ordenada por Pilatos. Pero si Dios lo había resucitado, como creían sus discípulos, entonces volvería a la Tierra para instaurar el Reino que Roma no permitió que llegase. Y así lo esperaban ellos, incluido Pablo de Tarso, como puede leerse en algunas de sus cartas. Pero el tiempo pasaba, la gente iba muriendo y el Reino no llegaba. La respuesta teológica a un problema así no se hizo esperar. Ya Juan, en su evangelio, unos 60 años después de la muerte de Jesús, pone en su boca la famosa frase: “Mi reino no es de este mundo”. Es decir, el reino terrenal que predicaba Jesús para Israel se traslada a los cielos, y su venida, que al principio todos esperaban que fuera inminente, se aleja en el tiempo hasta el fin del mundo. Nada que ver el reino que predicaba Jesús con el que predican sus seguidores muy pocos años después.

Si atendemos a la idea de “Hijo de Dios” sucede algo parecido. Hijo de Dios era un título tradicional que se les daba a los reyes de Israel, a los profetas y a los hombres santos, pero no implicaba, ni muchísimo menos, una auténtica filiación divina. Un judío de aquel tiempo no habría concebido, ni por asomo, que Yahveh pudiera tener un hijo. A Jesús mismo, siendo como era un judío fervoroso, le habría parecido una aberración. Pues bien, este título, que se le daba a los reyes (Jesús, el considerado mesías, iba a ser un rey en el inminente Reino de Dios), se convierte, por influencia de la cultura helenística imperante, en otra realidad: Jesús comienza a ser considerado (no al principio, sino unas décadas después de su muerte) verdadero hijo de Dios, como ocurría con semidioses conocidos de la Antigüedad pagana, que eran  hijos de Zeus y de una mujer. Esta idea ya aparece nítidamente configurada en los relatos sobre el nacimiento milagroso de Jesús que escriben Mateo y Lucas en la década de los 80 del siglo I. Y, desde luego, en el de Juan, en el que el Verbo (Dios mismo en la figura del Hijo) se hace carne. Hijo de Dios deja de ser considerado un título de reyes, como ocurría en otras religiones vecinas, y se convierte en una filiación auténtica y, con ello, Jesús, el hombre, es convertido plenamente en Dios. En pocas palabras: deja de ser hijo de José para ser hijo de Dios, lo que años después vendría a llamarse la Segunda Persona de la Santísima Trinidad.

Este proceso de divinización debió de ser muy rápido. Pablo, que escribe en los años 50,  pensaba que Jesús había sido hecho Dios en la resurrección, cuando Dios lo había colocado a su derecha. Según Marcos, que escribe veinte años más tarde, Jesús es divinizado en el bautismo, cuando Dios lo declara hijo suyo. Para Mateo y Lucas, Jesús es hijo de Dios desde el momento de la concepción. Y para Juan, que escribe sobre el año 100, Jesús es Dios desde antes de todos los tiempos, es divino desde siempre y se hace hombre para la salvación del género humano. Esta última doctrina, la de Juan, es la que prevalece cuando la Iglesia habla de la Encarnación. Según ese dogma y siendo rigoristas, tanto a Pablo como a Marcos, Mateo y Lucas se les debería considerar herejes puesto que el Jesús que nos presentan no es divino desde toda la eternidad.

El principal proceso de transformación es, pues, un proceso de deshistorización que corre paralelo al de divinización. El Jesús histórico desaparece o queda escondido en los relatos evangélicos para convertirse en el Cristo de la fe. Así que entre el Jesús que proclamaba el Reino y el Jesús proclamado por la Iglesia se abre una brecha muy profunda.

Pero este proceso no es el único. Aunque menos importantes, se llevan a cabo otros procesos paralelos y derivados de los anteriores:

Un proceso de desjudeización: Jesús deja de ser el mesías judío que proclama la salvación de su pueblo a través de la instauración del Reino de Dios en Israel para convertirse en un salvador universal que extiende su salvación a todos los pueblos de la Tierra. Los judíos comienzan muy pronto a ser considerados el pueblo deicida, el responsable último de la muerte de Jesús. Nada más lejos de la realidad. El judío Jesús nunca se salió del marco de las leyes de su pueblo ni de su religión. Si los evangelios hablan mal de los judíos y si los responsabilizan de la muerte de Jesús es porque en la época en la que se escriben existen serias luchas entre cristianos y judíos, no porque el Jesús histórico fuera antijudío ni porque el pueblo judío hubieran gritado ante Pilatos “¡Crucifícalo!”. Es totalmente incongruente que sólo unos días después de la entrada triunfante en Jerusalén, los judíos, sin motivo alguno, quieran crucificar al mismo al que han aclamado. Por otra parte, el Jesús que habla mal de los fariseos es un anacronismo histórico. Jesús nunca habría hablado mal de ellos porque probablemente era uno de ellos.

Un proceso de despolitización: Jesús se convierte poco a poco en un maestro de moral puramente religioso, lo cual supone también un anacronismo ya que en Israel política y religión, como hemos dicho, conforman una misma realidad. Aunque el Jesús histórico estuvo en contra de la ocupación romana, el Cristo que presentan los evangelios no puede aparecer como contrario a los romanos puesto que es a ellos a quienes los evangelistas y los primeros cristianos dirigen su predicación. De ahí, por ejemplo, que un hombre como Pilatos, el prefecto que condenó a Jesús y cuya crueldad está bien documentada, sea presentado en los evangelios como el hombre que se lava las manos para quitarse de encima la responsabilidad de la muerte del galileo. La Iglesia Etíope va más allá e incluye a Pilatos en su santoral. Del mismo modo que se despolitiza a Jesús, se despolitiza a sus discípulos e incluso a los hombres que fueron crucificados con él, de los que los evangelios dicen que eran ladrones. Los romanos jamás habrían crucificado a unos ladrones. Fueron probablemente hombres sediciosos, como fue considerado Jesús. Los evangelios les llaman lestai , es decir, bandidos o bandoleros, que era como llamaban los romanos a los rebeldes contra Roma. Por último, si el Jesús de la historia aspiraba, como mesías, a un poder real, los evangelistas, sólo cincuenta años después de su muerte, ya nos lo presentan en la escena de las tentaciones como un hombre que rechaza todo poder terrenal, lo cual es incongruente con la idea que los judíos tenían de lo que era el mesías.

El proceso de despolitización va acompañado de la conversión de Jesús en una especie de príncipe de la paz, un líder religioso piadoso y manso. Pero de un cuidadoso análisis de las fuentes evangélicas se deduce que algún contacto debió de tener Jesús con la violencia, igual que lo tuvieron los admirados Macabeos o el resto de los autoproclamados mesías de aquella época. Lo vemos, por ejemplo, en la escena del prendimiento: cuando los soldados van a detener a Jesús, los discípulos le preguntan si sacan las espadas (Lc 22, 49). En otro momento Jesús les asegura que para la preparación del Reino tendrán que vender el manto y comprar una espada (Lc 22, 36). Pedro hiere a un soldado, lo que significa que va armado (Jn 18, 10 y Mc 14, 47). Uno de los doce es conocido como Simón el zelote, y los zelotes eran un grupo que practicaba la violencia, al igual que los sicarios, llamados así porque llevaban escondido un puñal mortífero llamado sica. Judas Iscariote (el sicario) formaba parte también del grupo de los doce. A través de la escena de la expulsión de los mercaderes del templo, una escena llena de incongruencias narrada por los cuatro evangelistas, también podría deducirse que debió de tener lugar, quizás durante la Pascua, algún tipo de tumulto en el que participaron Jesús o los suyos, y hasta es probable que eso fuera lo que finalmente provocó su detención.

Los Macabeos y sus seguidores eran muy pocos, se rebelaron contra el rey pagano Antíoco IV Epífanes y, según la tradición judía, Yahveh acudió en su ayuda porque su empresa era justa, lo que propició la derrota de Antíoco y la independencia de Israel. ¿Sería algo parecido lo que el Jesús real y sus discípulos pretendieron? Nunca lo sabremos. Los únicos datos con los que contamos son los relatos evangélicos y en ellos ya están muy avanzados los principales procesos de transformación del Jesús de la Historia en el Cristo de la fe, del humano mesías judío en el divino Hijo de Dios. 


    Los distintos cristianismos.

     El cristianismo ha sido, a lo largo de toda su historia, un movimiento con numerosas sectas y modos de entender los principios religiosos. Lo que ocurre hoy en día con las diferencias entre católicos, protestantes, ortodoxos, coptos, etíopes, armenios, adventistas o testigos de Jehová, por citar sólo algunas de las divisiones existentes, ocurrió también en los primeros tiempos del movimiento, aunque no hubiera tantos grupos como ahora.

Tres tipos de cristianismo son los principales en los primeros tiempos:

El judeocristianismo, un movimiento que aún no se ha separado del judaísmo y que sigue todas las normas y ritos de los judíos, incluidas la circuncisión y muchas de las reglas de pureza, como la prohibición de compartir mesa con paganos. Este cristianismo cree que Jesús es el verdadero mesías, aunque no le aplican la idea de mesianidad clásica del judaísmo. Es el grupo que se dedica a predicar sólo a los judíos. Este movimiento está dirigido por los primeros discípulos de Jesús, especialmente por Pedro, Juan y Santiago, el conocido como hermano del Señor, las tres columnas de la comunidad de Jerusalén. Es un movimiento al que los romanos consideran una secta más del judaísmo y que prácticamente desaparece tras la destrucción de Jerusalén del año 70. Muchos de sus seguidores debieron de ser asesinados entonces.

El gnosticismo: se trata de un cristianismo muy complicado, demasiado elevado conceptualmente para el hombre común y el más cercano a los ritos de los misterios paganos de la época. Se origina a finales del siglo primero y tiene influencias persas y neoplatónicas. Sólo unos pocos elegidos son los que poseen el verdadero conocimiento de la salvación, según esta doctrina. Creen en dos dioses, uno que es absolutamente inaccesible y lejano y otro que es el creador, Yahveh, que es más imperfecto que el primero porque ha creado el mundo y la materia, que son realidades corruptas. Según ellos, Jesús solo es un ser divino, no humano, un dios que tiene forma de hombre pero que solo muere en apariencia. Durante el siglo segundo se escribieron muchos evangelios gnósticos, plagados de escenas excesivamente fantasiosas. Algunos fueron descubiertos en los años 40 del siglo pasado en Nag Hammadi, Egipto. Entre los más conocidos están los evangelios de Tomás, de Judas, de María, de Felipe o de Pedro, todos ellos escritos en el siglo II.

El cristianismo helenista: es el movimiento del que Pablo de Tarso se convertiría en principal líder y que tiene su primer mártir en Esteban, muy poco después de la muerte de Jesús, en el año 34. Es un cristianismo no nacionalista y abierto a los paganos, a quienes fundamentalmente dirige su predicación. No consideran que haya que seguir las estrictas reglas de la ley judía y defienden que sólo la fe en que el Resucitado es Dios basta para obtener la salvación. Su idea del mesianismo, de la filiación divina de Jesús o del Reino de Dios es prácticamente la que tenemos hoy en día. Es el grupo que finalmente se impone como vencedor en los primeros tiempos. Nuestro cristianismo es su cristianismo. Absolutamente todos los escritores del Nuevo Testamento pertenecen a este grupo o son seguidores de su teología. Por ello, muchos estudiosos consideran que Pablo de Tarso es el verdadero fundador de la nueva religión. Pero tal afirmación habría que matizarla: Pablo, junto a otros que piensan como él, son los fundadores no del cristianismo, sino del cristianismo vencedor. Este cristianismo es el que finalmente se organiza en Iglesia, se hace con el poder, decide qué libros son los canónicos (los suyos, evidentemente) y cuál es la correcta doctrina. El resto de cristianismos que surgen a su lado o posteriormente son considerados inmediatamente herejías y, por tanto, son combatidos y borrados de la Historia. El cristianismo helenista, el triunfante, es el que finalmente fija sus dogmas en el concilio de Nicea en el año 315 y el que se extiende por el mundo en los últimos veinte siglos. Su raíz, como hemos venido desarrollando a lo largo de este escrito, es la transformación de un profeta apocalíptico judío con pretensiones mesiánicas y crucificado por Roma, en un mesías universal, preexistente en el seno de Dios mismo, un salvador hecho hombre que se entrega voluntariamente al sacrificio de la cruz por el bien de toda la humanidad. El cristianismo es, por tanto, la reinterpretación del Jesús histórico que hacen sus seguidores a la luz de lo que ellos consideran profecías de sus Sagradas Escrituras. Y uno de los motivos por los que la nueva religión tiene aceptación entre los paganos es precisamente ese: que hunde sus raíces en una vieja religión, el judaísmo, ya que los romanos, tolerantes con todas las creencias de los pueblos conquistados, sólo aceptan aquellas religiones auténticamente antiguas. Y la de los cristianos, basada como está en profecías hechas varios siglos antes, cumple el principal requisito. Si a ello le sumamos que para obtener la salvación ya no es necesario pasar por los caros y complicados ritos de los misterios y sacrificios paganos ni cumplir las extrañas y desagradables leyes judías, sino que basta con creer que Jesús ha resucitado y que es Dios, el camino del éxito está completamente despejado.

José Luis Corrales.


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