José Luis Corrales.
Nota preliminar: este texto está escrito sólo desde la Historia y la Filología, no desde la fe y la Teología, territorios a cuyos fundamentos últimos la Historia, entendida como ciencia, no puede acceder.
Historia y dogma.
Hasta el siglo
XVIII, cuando el catedrático alemán de lenguas orientales H. S. Reimarus comenzó
a estudiar la Biblia de forma crítica, se consideraba que la verdad histórica sobre
Jesús de Nazaret y los primeros tiempos del cristianismo era exactamente la que
se narra en el Nuevo Testamento. Reimarus y sus seguidores comenzaron a
desvelar e investigar lo que ellos consideraban incoherencias, contradicciones
y relatos fantásticos que pueblan los escritos fundacionales de la tradición
cristiana. Su modo de trabajo, conocido como método histórico-crítico, consiste
básicamente en abordar los textos sólo desde la Historia, la Filología y otras
ramas de la ciencia con el fin de acercarse todo lo posible a la auténtica
realidad histórica, limpiando los relatos de todas las adherencias de la fe, la
tradición teológica, las leyendas y los mitos que se hallan fuertemente
incrustados en ellos. Es, en lo fundamental, el mismo método que los estudiosos
siguen empleando hoy en día, enriquecido con el tiempo por las aportaciones de
otros muchos investigadores, tanto creyentes como no creyentes.
El método
histórico-crítico a menudo llega a conclusiones que entran en contradicción con
determinadas creencias tradicionales. Algunos sectores religiosos,
especialmente los más conservadores, siguen aferrados a los dogmas
institucionales en contra de las evidencias científicas y los razonamientos de
los investigadores. Grandes científicos como Galileo, Newton o Darwin fueron
atacados por ello, pero también numerosos teólogos mucho más actuales como Hans
Küng, Robert Haight, Jacques Dupuis o el español José María Castillo.
Son muchos los
ejemplos que podrían citarse sobre la pugna existente entre historia y dogma.
Detengámonos, para ilustrarla, sólo en uno de los más conocidos: el relacionado
con los hermanos de Jesús, que contradice uno de los dogmas más sagrados del
catolicismo, el de la virginidad perpetua de María (antes, durante y después
del parto). Los principales autores neotestamentarios hablan con total
naturalidad de los hermanos y hermanas de Jesús, dando incluso sus nombres (Mc
6, 3; Mt 13, 55; Lc 8, 19-21; Jn 7, 10; Hch 1, 14; Gal 1, 19). Desde el punto
de vista de la Historia, no hay motivos para no creerlos a este respecto; pasan
todos los filtros y criterios de historicidad usados por el método
histórico-crítico. Es más, tener muchos hijos constituye para un judío tradicional
una bendición del cielo (Sal 127). Desde la Filología, por otra parte, podemos
añadir que el término usado por todos los autores para hablar de hermanos es adelphós, que etimológicamente significa
“del mismo útero”. La Iglesia, empeñada en defender el dogma a capa y espada,
ha señalado que, en realidad, los hermanos eran primos, o parientes o medio
hermanos de Jesús (hijos de un anterior matrimonio de José). Pero si hubieran
querido decir primos, los evangelistas habrían escrito anepsiós, o habrían utilizado el término syngenis para decir pariente, o plêgenês
para decir medio hermano, puesto que todos ellos escribieron en griego. Pero no
es el caso: sólo utilizan el término adelphós,
el mismo que emplean para hablar de los dos hijos de Zebedeo, los hermanos
Santiago y Juan, o para referirse a la relación entre Pedro y Andrés, que
también eran hermanos. Y para la defensa de su tesis, además, la Iglesia no ha
dudado en basarse en textos que ni ella misma considera canónicos, como es el
caso del apócrifo Protoevangelio de Santiago, un texto del siglo II cargado de
fantasía. Si a esto le añadimos que la conocida cita de Mateo “una virgen dará
a luz un hijo…” es copia de una profecía del profeta Isaías, que utiliza en
hebreo la palabra almah (doncella,
mujer joven), que fue mal traducida al griego por parthenos (virgen), la evidencia se hace mucho más contundente.
Pues bien, a pesar de todo ello, muchas iglesias, especialmente la católica, prefieren mantener el dogma contra toda evidencia histórica, filológica y de las ciencias naturales. Es cuestión de fe, aseguran. Pero la Historia, entendida como ciencia, no puede moverse en ese territorio.
El cristianismo entre las religiones de la Antigüedad.
Si no tenemos
en cuenta la particular historia del pueblo judío, es imposible entender
plenamente la figura de Jesús de Nazaret, que, si bien no es el creador del
cristianismo, sí es su base y fundamento. Sin él -sobre todo sin el fracaso que
supone su ajusticiamiento- no habría nacido una nueva religión.
La historia de
Israel es, resumiendo mucho, la historia de una ocupación por parte de otras
naciones. El pueblo que se considera a sí mismo el elegido por Dios es un
pueblo que apenas goza de independencia durante la mayor parte de su historia. Ello
supone habitualmente la profanación de su templo y sus creencias, fuertes
impuestos que empobrecen a la población, castigos, duros exilios,
intervenciones militares, imposición de costumbres ajenas, falta de respeto por
su lengua y sus tradiciones… En fin, los sufrimientos de todos los pueblos
ocupados por otros.
Solo en dos
breves periodos de su historia goza Israel de plena autonomía: en tiempos de
los grandes reyes Saúl, David y Salomón, en torno al año 1000 a.C. y en tiempos
de los Macabeos, del año 166 al 63 a.C., año en que Israel es de nuevo ocupado,
esta vez por los romanos. Mientras tanto, han sido dominados por algunos
pueblos cananeos vecinos, por asirios, por persas o por Alejandro Magno y sus
sucesores, la dinastía helenista de los seléucidas. Aunque en ocasiones, como
en tiempos de Jesús, los judíos tienen sus propios reyes, se trata de reyes
vasallos impuestos por Roma, como es el caso de Herodes el Grande, bajo cuyo
reinado nació Jesús, y su hijo Herodes Antipas, en cuyo reinado fue crucificado.
Esta realidad
está impresa a fuego en las mentes y en los corazones de la población judía,
que cada cierto tiempo, siguiendo a un líder, se rebela contra sus dominadores.
Es el caso de los hermanos Macabeos, cuya revuelta contra el rey helenista Antíoco
IV Epífanes, que intentó eliminar su religión, sus costumbres y hasta su
lengua, fue exitosa, marcando un periodo de cien años legendario para Israel.
Este periodo de independencia debió de ser esencial en la formación del
espíritu de Jesús y de sus coetáneos. De hecho, entre el año 63 a.C. y el año
135 de nuestra era, cuando Israel es borrado de la faz de la Tierra por el
emperador Adriano, tienen lugar numerosas revueltas lideradas por libertadores
con aspiraciones regias, algunos de los cuales se autoproclamaron mesías. Varios
de ellos son citados en fuentes neotestamentarias o judías: Judas el Galileo,
fundador del movimiento de los zelotes y ajusticiado en el año 6 d. C.; dos de
sus hijos, Simón y Jacob, que también lideraron una revuelta en Séforis, ciudad
a 7 Km de Nazaret, y que fueron crucificados; Teudas, asesinado junto a cientos
de sus seguidores; el Egipcio; el Samaritano… y, finalmente, Simon Bar Kochba,
el líder de la última revuelta contra Roma (132-135 d.C.), cuyo resultado es la
total desaparición de Israel, que ya había sufrido otras dos guerras por el
mismo motivo: la del 66-73 d.C., en la que se produce la destrucción de Jerusalén a
manos del futuro emperador Tito, y la conocida como Guerra del Exilio (115-117
d.C.), que nace fuera de Israel pero que también se extiende a Judea. El
movimiento de Jesús no es, pues, el único movimiento mesiánico de la época que
pretende la liberación y restauración de Israel. Todos los intentos por
conseguirlo acabaron con la muerte de sus líderes, muchos de ellos en la cruz,
el infame castigo y escarmiento que daban los romanos a los esclavos y a los acusados
de sedición contra Roma.
Este ambiente de tensión general, algo más tranquilo durante el reinado de Herodes Antipas, es el que se vive desde que Pompeyo toma Jerusalén en el año 63 a.C. hasta la total destrucción de Israel en el año 135. La aniquilación fue tal que Israel tardará más de dieciocho siglos en volver a ser un estado independiente, exactamente hasta 1948, tras la Segunda Guerra Mundial. Las tres Guerras Judías, pero especialmente la primera, son piezas clave para entender la evolución de los momentos iniciales del cristianismo.
Jesús de Nazaret.
Las fuentes no cristianas de la época que hablan de Jesús de Nazaret son escasísimas y se limitan a mencionar su nombre, relacionándolo o bien con disturbios o bien con la muerte de su hermano Santiago en el año 62. Los cuatro testimonios más conocidos, consistentes en unas pocas líneas, fueron escritos por los historiadores Flavio Josefo, Tácito, Plinio el Joven y Suetonio. De ellos, el que da más detalles es el del judío Flavio Josefo (38-107 d.C.) y dice así: “Hallándose Albino, procurador romano, todavía de camino, Anán, uno de los cinco hijos del sumo sacerdote, reunió a los jueces del Sanedrín e hizo comparecer ante él al hermano de Jesús, el denominado Cristo, que se llamaba Santiago, y a otros. Los acusó de haber transgredido la Ley y los entregó para ser apedreados” (Antigüedades Judías, 200).
El resto de
las fuentes de que disponemos fueron escritas por unos seguidores imbuidos de
una fe a veces exaltada y propia de los primeros tiempos y, puesto que se trata
de escritos apologéticos, de propaganda o litúrgicos, hay que leerlos muy
cuidadosamente para extraer la información presumiblemente histórica que
contienen. Lo que ningún investigador defiende es que los evangelios sean
libros de historia, sino libros de teología expuesta mediante narraciones de
formato histórico. Dos ejemplos muy sencillos:
Jesús, casi
con total seguridad, era natural de Nazaret o, al menos, galileo, pero Mateo y
Lucas inventan el relato que lo hace nacer en Belén de Judá para que se cumpla
la profecía de Miqueas. Belén es, además, el mismo lugar donde nació el rey
David, del que, según los dos evangelistas, era descendiente. Y esta
descendencia la justifican componiendo unas genealogías contradictorias entre
sí. Pero lo que les importa a los
evangelistas no es la verdad histórica, sino la teológica: Jesús es el nuevo
David, rey de Israel.
Tampoco el
relato de los Reyes Magos es un relato histórico, sino una manera de crear
doctrina. Es un texto que mueve a la conversión y que viene a decir: “vosotros
lo tuvisteis aquí y lo despreciasteis, mientras que hombres sabios vinieron de
otras naciones a adorarle” (el cristianismo se está expandiendo en esos
momentos entre los no judíos). En cuanto a los tres regalos que le entregaron,
suponen toda una lección de teología: el oro era propio de los reyes (Jesús es
el mesías), el incienso se le ofrecía a los dioses (Jesús es Dios) y con la
mirra se embalsamaba a los muertos (Jesús también es hombre y, como tal, ha de morir).
Con tres simples símbolos engarzados en una historia, los evangelistas están
componiendo lo más esencial de las creencias cristianas. No es historia, es
teología, y los evangelios están llenos de escenas de este tipo.
Así pues, no
podremos entender adecuadamente ni los textos ni el movimiento cristiano si no establecemos
una distinción entre tres figuras:
El Jesús real,
al que no tenemos acceso puesto que no dejó ningún testimonio de sí mismo, ni
escrito ni de ningún otro tipo, como sí hizo, por ejemplo Pablo de Tarso con
sus cartas.
El Jesús
histórico, aquel que podemos deducir a través de la investigación histórica,
sociológica y filológica de los textos que hablan de él, eliminando, a través
del ya mencionado método histórico-crítico, todo lo que tenga visos de ser
leyenda, fantasía o elaboración teológica. Digamos que el Jesús histórico es el
personaje al que estudiaríamos como estudiamos a Sócrates o a Alejandro Magno.
El Cristo de
la fe: la interpretación que hacen del Jesús real sus seguidores desde la
creencia de que se trata de un ser divino, hijo de Dios, un salvador universal
que volverá al final de los tiempos para juzgar a todos los hombres e instaurar
el Reino. Es decir, el Jesucristo que se menciona y describe en el credo de
Nicea, que sigue siendo el actual.
La confusión
tiene como origen el hecho de que la Iglesia desde los primeros tiempos nos ha
presentado al Cristo de la fe como si fuera el Jesús real o el histórico.
Del Jesús de
la historia podemos saber pocas cosas con absoluta certeza. Sólo nos cabe
establecer hipótesis más o menos seguras, como sucede con cualquier otro
personaje de la Antigüedad.
A grandes
rasgos, de la investigación histórica se puede deducir que Jesús fue un profeta
apocalíptico galileo que predicó durante un tiempo (tres años según Juan, sólo
unos meses según el resto de los evangelistas) la venida inminente del Reino de
Dios, algo para lo que los judíos debían prepararse creando las condiciones
necesarias para su inmediata implantación. Mediante la intervención directa de
Yahveh en la historia se produciría la liberación de los poderes extranjeros y
la restauración de Israel bajo el gobierno de Dios mismo a través de un mesías
o rey, un gobierno que traería la paz y la felicidad a Israel hasta el fin de los
tiempos. Sabemos también que probablemente Jesús, al final de su vida, pudo
considerarse a sí mismo mesías, que también lo consideraron así sus seguidores,
que actuó como tal y que por ello fue tenido por peligroso tanto por las
autoridades romanas como por las judías, ya que desafiaba el statu quo
imperial. En el Reino de Yaveh no cabían, evidentemente, ni Tiberio, ni Pilatos,
ni los impuestos a Roma, ni las seis legiones romanas que controlaban el
territorio. Por ello, por tener aspiraciones regias, fue apresado, juzgado y
declarado culpable de sedición y, por tanto, crucificado, el castigo que
aplicaba el imperio por los delitos de lesa majestad. Y así lo escribieron en
el llamado titulus crucis, la
tablilla donde se escribía la causa de la condena a muerte: Rey de los judíos.
Otros aspectos
menos generales pueden asimismo tenerse por ciertos: Jesús fue durante un
tiempo discípulo de otro profeta apocalíptico, Juan el Bautista, también
asesinado; hablaba a las gentes mediante parábolas; nunca se salió del marco
teórico y religioso del judaísmo; no pretendió fundar ninguna religión; sus
seguidores no se rindieron después de su muerte (como se rindieron los
seguidores de otros autoproclamados mesías) y consideraron que, de alguna
manera, Jesús mismo, o su espíritu, o el espíritu de su mensaje siguieron vivos
después de su muerte.
Aunque dé la impresión de que afirmamos que la misión de Jesús fue sólo de naturaleza política, no hay que olvidar que religión y política en el Israel del siglo I eran una misma realidad. Jesús no sólo es un judío nacionalista que pretende la liberación de su pueblo (quizás en algún momento a través de medios no pacíficos, como se puede deducir de ciertos pasajes evangélicos), sino que predica que esa independencia consiste en el reinado de Dios mismo a través de un mesías. La separación entre política y religión se haría mucho después, cuando a Jesús se le comienza a deshistorizar, desjudaizar y despolitizar debido a que la nueva religión se está implantando sobre todo entre los paganos, los habitantes del mismo imperio que lo condenó a muerte, lo que implica que no podía ser presentado ante ellos como un judío nacionalista que estaba en contra de la ocupación romana, sino como alguien más preocupado por cuestiones morales, más mistificado y más religioso al modo en que entendemos hoy en día la palabra religión, un personaje que al que unos setenta años después de su condena a muerte por predicar la instauración del Reino de Dios en la tierra de Israel, el evangelista Juan le hace decir: “Mi reino no es de este mundo”. Muy pronto el Jesús de la Historia es transformado por sus seguidores en el Cristo de la fe. ¿Cómo se lleva a cabo ese rápido proceso.
La transformación: el nacimiento del cristianismo.
El
cristianismo no aparece con el nacimiento de Jesús, un acontecimiento del que
no existe información histórica alguna, sino solamente mítica y teológica.
Tampoco nace con su predicación, de la que ni siquiera sabemos si duró unos
meses o unos años. La nueva religión nace después de su muerte. A pesar de lo
legendario que muy pronto llegó a ser el personaje, casi ningún investigador
actual defiende que Jesús -no Jesucristo- fuera una invención de sus
seguidores. En aquellos momentos ningún inventor de religiones habría creado,
si es que deseaba tener éxito entre los ciudadanos del imperio, a un dios
ajusticiado en una cruz. Sería tan poco creíble como que hoy en día cualquier
inventor de religiones creara a un dios estafador, por ejemplo, o terrorista,
realidades tan desprestigiadas y abominables como en aquel tiempo lo era un crucificado,
es decir, un traidor a Roma o un esclavo delincuente.
¿Qué pasó
entonces para que no ocurriera lo mismo que les ocurrió a otros movimientos
mesiánicos de aquellos tiempos, es decir, que los seguidores del líder, tras su
muerte, abandonaran, derrotados, su causa y desaparecieran de la historia?
La primera
reacción de los seguidores de Jesús, tras esconderse durante un tiempo por
miedo a acabar como su líder, debió de ser, a juzgar por lo que luego vino, una
pregunta: ¿Por qué? ¿Por qué ha sido crucificado este hombre, un hombre justo
que predica una causa justa como es la liberación de Israel y la instauración
de un reino donde cese el sufrimiento, un reino gobernado por el mismísimo
Yahveh, que no puede consentir que su pueblo, el que Él ha elegido, siga siendo
un pueblo que sufre subyugado por los infieles? Y los primeros discípulos
buscaron la respuesta a esta pregunta donde buscan los judíos cualquier
explicación a un hecho: en la palabra de Dios, en sus libros sagrados, en lo
que hoy llamamos Antiguo Testamento. Y los discípulos, que seguramente no eran
unos pobres pescadores galileos simples e iletrados, sino hombres instruidos
que conocían las Escrituras de memoria, encontraron la respuesta en ellas: en
libros proféticos como el de Isaías, en los Salmos, en el libro de Daniel, en
Zacarías... Debieron de pensar: “Dios, que es bueno y todopoderoso, no puede
abandonar así a su pueblo. Quizás el mesías no era la figura regia que nosotros
pensábamos que era. Quizás los planes de Dios eran otros y éramos nosotros los
que estábamos equivocados”. Y reinterpretan a Jesús a la luz de figuras
proféticas y mesiánicas de la historia de Israel tales como el Siervo Sufriente
que se describe en Isaías 53, o como el Hijo de Hombre de Daniel, o como el
cordero que se sacrifica en el templo por los pecados del pueblo y que se
menciona en Éxodo 29, 38-42 y en Jeremías 11, 19; o como el verdadero Hijo de
Dios del que habla el Salmo 2. Y, de repente, el sentimiento de fracaso inicial
se debió de convertir en una inyección de fuerza con este descubrimiento, que
explicaba y daba sentido a lo que había ocurrido en la cruz, una fuerza que
ellos debieron de interpretar como la fuerza del Espíritu de Dios y que les
lanzó a predicar como locos al nuevo Jesús del que, según ellos, ya habían
hablado los antiguos profetas. Y perdieron el miedo porque estaban convencidos
de haber encontrado la verdad en las antiguas escrituras, lo cual les debió de
servir también para tener la certeza de que la apuesta que habían hecho por el
Nazareno había merecido la pena y no habían hecho el ridículo siguiendo a un
pobre visionario fracasado y ejecutado en el Gólgota. Así pues, el mesías
entendido como libertador y como rey del
pueblo judío se transformó muy pronto, como fruto de un trabajo exegético de
los primeros discípulos, en el mesías sacrificial que da su vida por la
salvación no sólo de Israel, sino de todos los hombres.
Ocurre también
que muy pronto los seguidores de Jesús proclaman que Dios lo ha resucitado.
Hay, según ellos, profecías que lo anuncian: “Porque no dejarás mi alma en el Sheol,
ni permitirás que tu Santo vea corrupción” (Salmo 16, 10), por ejemplo. Es
decir, si Dios no lo ha abandonado, como tras su crucifixión pudo parecer, sino
que lo ha ofrecido como sacrificio por la salvación del género humano, no puede
haberlo dejado caer en el abismo de la muerte. Al contrario, debe de haber
hecho justicia con él, debe de haberlo sentado a su derecha, como dicen las
escrituras (Isaías 41, 10: “siempre te sustentaré con la diestra de mi
justicia”). Eso sólo puede significar que Jesús (o su espíritu) está, de alguna
manera, realmente vivo. No podemos olvidar que en el judaísmo farisaico, al que
seguramente pertenecen los primeros seguidores de Jesús, se cree en la
resurrección desde aproximadamente el siglo II a.C.
O podemos
pensarlo de otro modo: entre “el espíritu de Jesús sigue vivo” y “Jesús está
vivo” hay un paso muy pequeño, sobre todo en un mundo en el que se cree que hay
caminos que comunican la vida y la muerte, que un muerto puede aparecerse (es
decir, estar vivo de alguna manera) o se cree que la divinidad revela cosas en
sueños o en visiones.
Sea como
fuere, muy pronto sus seguidores tienen la certeza de que Jesús está vivo y eso
se convierte en el centro de la predicación: si él ha sido resucitado, nosotros
también lo seremos, asegura Pablo de Tarso en 1 Cor 15, 12-20 unos veinte años
después de la muerte de Jesús.
El proceso de
transformación continúa si consideramos el concepto “Reino de Dios”, que fue el
centro de la predicación de Jesús. Jesús estaba seguro, puesto que debía de
tener total confianza en Dios, que el Reino iba a llegar inmediatamente, que él
y la gente de su generación lo iban a ver y disfrutar. La profecía decía que
comenzaría en Sión o en el Monte de los Olivos. Quizás sea una casualidad que
fuera allí donde lo prendieron. Pero el Reino no vino. Lo que vino fue la
crucifixión ordenada por Pilatos. Pero si Dios lo había resucitado, como creían
sus discípulos, entonces volvería a la Tierra para instaurar el Reino que Roma
no permitió que llegase. Y así lo esperaban ellos, incluido Pablo de Tarso,
como puede leerse en algunas de sus cartas. Pero el tiempo pasaba, la gente iba
muriendo y el Reino no llegaba. La respuesta teológica a un problema así no se
hizo esperar. Ya Juan, en su evangelio, unos 60 años después de la muerte de
Jesús, pone en su boca la famosa frase: “Mi reino no es de este mundo”. Es
decir, el reino terrenal que predicaba Jesús para Israel se traslada a los
cielos, y su venida, que al principio todos esperaban que fuera inminente, se
aleja en el tiempo hasta el fin del mundo. Nada que ver el reino que predicaba
Jesús con el que predican sus seguidores muy pocos años después.
Si atendemos a
la idea de “Hijo de Dios” sucede algo parecido. Hijo de Dios era un título
tradicional que se les daba a los reyes de Israel, a los profetas y a los
hombres santos, pero no implicaba, ni muchísimo menos, una auténtica filiación
divina. Un judío de aquel tiempo no habría concebido, ni por asomo, que Yahveh
pudiera tener un hijo. A Jesús mismo, siendo como era un judío fervoroso, le
habría parecido una aberración. Pues bien, este título, que se le daba a los
reyes (Jesús, el considerado mesías, iba a ser un rey en el inminente Reino de
Dios), se convierte, por influencia de la cultura helenística imperante, en
otra realidad: Jesús comienza a ser considerado (no al principio, sino unas
décadas después de su muerte) verdadero hijo de Dios, como ocurría con
semidioses conocidos de la Antigüedad pagana, que eran hijos de Zeus y de una mujer. Esta idea ya aparece
nítidamente configurada en los relatos sobre el nacimiento milagroso de Jesús
que escriben Mateo y Lucas en la década de los 80 del siglo I. Y, desde luego,
en el de Juan, en el que el Verbo (Dios mismo en la figura del Hijo) se hace
carne. Hijo de Dios deja de ser considerado un título de reyes, como ocurría en
otras religiones vecinas, y se convierte en una filiación auténtica y, con
ello, Jesús, el hombre, es convertido plenamente en Dios. En pocas palabras:
deja de ser hijo de José para ser hijo de Dios, lo que años después vendría a
llamarse la Segunda Persona de la Santísima Trinidad.
Este proceso
de divinización debió de ser muy rápido. Pablo, que escribe en los años
50, pensaba que Jesús había sido hecho
Dios en la resurrección, cuando Dios lo había colocado a su derecha. Según
Marcos, que escribe veinte años más tarde, Jesús es divinizado en el bautismo,
cuando Dios lo declara hijo suyo. Para Mateo y Lucas, Jesús es hijo de Dios
desde el momento de la concepción. Y para Juan, que escribe sobre el año 100,
Jesús es Dios desde antes de todos los tiempos, es divino desde siempre y se
hace hombre para la salvación del género humano. Esta última doctrina, la de
Juan, es la que prevalece cuando la Iglesia habla de la Encarnación.
Según ese dogma y siendo rigoristas, tanto a Pablo como a Marcos, Mateo y Lucas
se les debería considerar herejes puesto que el Jesús que nos presentan no es
divino desde toda la eternidad.
El principal
proceso de transformación es, pues, un proceso de deshistorización que corre
paralelo al de divinización. El Jesús histórico desaparece o queda escondido en
los relatos evangélicos para convertirse en el Cristo de la fe. Así que entre
el Jesús que proclamaba el Reino y el Jesús proclamado por la Iglesia se abre
una brecha muy profunda.
Pero este
proceso no es el único. Aunque menos importantes, se llevan a cabo otros
procesos paralelos y derivados de los anteriores:
Un proceso de
desjudeización: Jesús deja de ser el mesías judío que proclama la salvación de
su pueblo a través de la instauración del Reino de Dios en Israel para
convertirse en un salvador universal que extiende su salvación a todos los
pueblos de la Tierra. Los judíos comienzan muy pronto a ser considerados el
pueblo deicida, el responsable último de la muerte de Jesús. Nada más lejos de
la realidad. El judío Jesús nunca se salió del marco de las leyes de su pueblo
ni de su religión. Si los evangelios hablan mal de los judíos y si los
responsabilizan de la muerte de Jesús es porque en la época en la que se
escriben existen serias luchas entre cristianos y judíos, no porque el Jesús
histórico fuera antijudío ni porque el pueblo judío hubieran gritado ante
Pilatos “¡Crucifícalo!”. Es totalmente incongruente que sólo unos días después
de la entrada triunfante en Jerusalén, los judíos, sin motivo alguno, quieran
crucificar al mismo al que han aclamado. Por otra parte, el Jesús que habla mal
de los fariseos es un anacronismo histórico. Jesús nunca habría hablado mal de
ellos porque probablemente era uno de ellos.
Un proceso de
despolitización: Jesús se convierte poco a poco en un maestro de moral
puramente religioso, lo cual supone también un anacronismo ya que en Israel
política y religión, como hemos dicho, conforman una misma realidad. Aunque el
Jesús histórico estuvo en contra de la ocupación romana, el Cristo que
presentan los evangelios no puede aparecer como contrario a los romanos puesto
que es a ellos a quienes los evangelistas y los primeros cristianos dirigen su
predicación. De ahí, por ejemplo, que un hombre como Pilatos, el prefecto que
condenó a Jesús y cuya crueldad está bien documentada, sea presentado en los
evangelios como el hombre que se lava las manos para quitarse de encima la
responsabilidad de la muerte del galileo. La Iglesia Etíope va más allá e
incluye a Pilatos en su santoral. Del mismo modo que se despolitiza a Jesús, se
despolitiza a sus discípulos e incluso a los hombres que fueron crucificados
con él, de los que los evangelios dicen que eran ladrones. Los romanos jamás
habrían crucificado a unos ladrones. Fueron probablemente hombres sediciosos,
como fue considerado Jesús. Los evangelios les llaman lestai , es decir, bandidos o bandoleros, que era como llamaban los
romanos a los rebeldes contra Roma. Por último, si el Jesús de la historia
aspiraba, como mesías, a un poder real, los evangelistas, sólo cincuenta años
después de su muerte, ya nos lo presentan en la escena de las tentaciones como
un hombre que rechaza todo poder terrenal, lo cual es incongruente con la idea
que los judíos tenían de lo que era el mesías.
El proceso de
despolitización va acompañado de la conversión de Jesús en una especie de
príncipe de la paz, un líder religioso piadoso y manso. Pero de un cuidadoso
análisis de las fuentes evangélicas se deduce que algún contacto debió de tener
Jesús con la violencia, igual que lo tuvieron los admirados Macabeos o el resto
de los autoproclamados mesías de aquella época. Lo vemos, por ejemplo, en la
escena del prendimiento: cuando los soldados van a detener a Jesús, los
discípulos le preguntan si sacan las espadas (Lc 22, 49). En otro momento Jesús
les asegura que para la preparación del Reino tendrán que vender el manto y
comprar una espada (Lc 22, 36). Pedro hiere a un soldado, lo que significa que
va armado (Jn 18, 10 y Mc 14, 47). Uno de los doce es conocido como Simón el
zelote, y los zelotes eran un grupo que practicaba la violencia, al igual que
los sicarios, llamados así porque llevaban escondido un puñal mortífero llamado
sica. Judas Iscariote (el sicario) formaba parte también del grupo de los doce.
A través de la escena de la expulsión de los mercaderes del templo, una escena
llena de incongruencias narrada por los cuatro evangelistas, también podría
deducirse que debió de tener lugar, quizás durante la Pascua, algún tipo de
tumulto en el que participaron Jesús o los suyos, y hasta es probable que eso
fuera lo que finalmente provocó su detención.
Los Macabeos y sus seguidores eran muy pocos, se rebelaron contra el rey pagano Antíoco IV Epífanes y, según la tradición judía, Yahveh acudió en su ayuda porque su empresa era justa, lo que propició la derrota de Antíoco y la independencia de Israel. ¿Sería algo parecido lo que el Jesús real y sus discípulos pretendieron? Nunca lo sabremos. Los únicos datos con los que contamos son los relatos evangélicos y en ellos ya están muy avanzados los principales procesos de transformación del Jesús de la Historia en el Cristo de la fe, del humano mesías judío en el divino Hijo de Dios.
Tres tipos de
cristianismo son los principales en los primeros tiempos:
El
judeocristianismo, un movimiento que aún no se ha separado del judaísmo y que
sigue todas las normas y ritos de los judíos, incluidas la circuncisión y
muchas de las reglas de pureza, como la prohibición de compartir mesa con
paganos. Este cristianismo cree que Jesús es el verdadero mesías, aunque no le
aplican la idea de mesianidad clásica del judaísmo. Es el grupo que se dedica a
predicar sólo a los judíos. Este movimiento está dirigido por los primeros
discípulos de Jesús, especialmente por Pedro, Juan y Santiago, el conocido como
hermano del Señor, las tres columnas de la comunidad de Jerusalén. Es un
movimiento al que los romanos consideran una secta más del judaísmo y que
prácticamente desaparece tras la destrucción de Jerusalén del año 70. Muchos de
sus seguidores debieron de ser asesinados entonces.
El gnosticismo:
se trata de un cristianismo muy complicado, demasiado elevado conceptualmente
para el hombre común y el más cercano a los ritos de los misterios paganos de
la época. Se origina a finales del siglo primero y tiene influencias persas y
neoplatónicas. Sólo unos pocos elegidos son los que poseen el verdadero
conocimiento de la salvación, según esta doctrina. Creen en dos dioses, uno que
es absolutamente inaccesible y lejano y otro que es el creador, Yahveh, que
es más imperfecto que el primero porque ha creado el mundo y la materia, que
son realidades corruptas. Según ellos, Jesús solo es un ser divino, no humano,
un dios que tiene forma de hombre pero que solo muere en apariencia. Durante el
siglo segundo se escribieron muchos evangelios gnósticos, plagados de escenas
excesivamente fantasiosas. Algunos fueron descubiertos en los años 40 del siglo
pasado en Nag Hammadi, Egipto. Entre los más conocidos están los evangelios de
Tomás, de Judas, de María, de Felipe o de Pedro, todos ellos escritos en el
siglo II.
El
cristianismo helenista: es el movimiento del que Pablo de Tarso se convertiría
en principal líder y que tiene su primer mártir en Esteban, muy poco después de
la muerte de Jesús, en el año 34. Es un cristianismo no nacionalista y abierto
a los paganos, a quienes fundamentalmente dirige su predicación. No consideran
que haya que seguir las estrictas reglas de la ley judía y defienden que sólo
la fe en que el Resucitado es Dios basta para obtener la salvación. Su idea del
mesianismo, de la filiación divina de Jesús o del Reino de Dios es
prácticamente la que tenemos hoy en día. Es el grupo que finalmente se impone
como vencedor en los primeros tiempos. Nuestro cristianismo es su cristianismo.
Absolutamente todos los escritores del Nuevo Testamento pertenecen a este grupo
o son seguidores de su teología. Por ello, muchos estudiosos consideran que
Pablo de Tarso es el verdadero fundador de la nueva religión. Pero tal
afirmación habría que matizarla: Pablo, junto a otros que piensan como él, son
los fundadores no del cristianismo, sino del cristianismo vencedor. Este
cristianismo es el que finalmente se organiza en Iglesia, se hace con el poder,
decide qué libros son los canónicos (los suyos, evidentemente) y cuál es la
correcta doctrina. El resto de cristianismos que surgen a su lado o
posteriormente son considerados inmediatamente herejías y, por tanto, son
combatidos y borrados de la Historia. El cristianismo helenista, el triunfante,
es el que finalmente fija sus dogmas en el concilio de Nicea en el año 315 y el
que se extiende por el mundo en los últimos veinte siglos. Su raíz, como hemos
venido desarrollando a lo largo de este escrito, es la transformación de un
profeta apocalíptico judío con pretensiones mesiánicas y crucificado por Roma,
en un mesías universal, preexistente en el seno de Dios mismo, un salvador
hecho hombre que se entrega voluntariamente al sacrificio de la cruz por el
bien de toda la humanidad. El cristianismo es, por tanto, la reinterpretación
del Jesús histórico que hacen sus seguidores a la luz de lo que ellos
consideran profecías de sus Sagradas Escrituras. Y uno de los motivos por los
que la nueva religión tiene aceptación entre los paganos es precisamente ese:
que hunde sus raíces en una vieja religión, el judaísmo, ya que los romanos,
tolerantes con todas las creencias de los pueblos conquistados, sólo aceptan
aquellas religiones auténticamente antiguas. Y la de los cristianos, basada
como está en profecías hechas varios siglos antes, cumple el principal
requisito. Si a ello le sumamos que para obtener la salvación ya no es
necesario pasar por los caros y complicados ritos de los misterios y
sacrificios paganos ni cumplir las extrañas y desagradables leyes judías, sino
que basta con creer que Jesús ha resucitado y que es Dios, el camino del éxito
está completamente despejado.
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