Taller de Historia IV - 15: José Luis Corrales nos explica EL RELATO DE LA PASIÓN (09-04-2022)



EL RELATO DE LA PASIÓN

 

José Luis Corrales

 


 

CONSIDERACIONES PREVIAS PARA LEER LA BIBLIA

 

Para entender adecuadamente el relato -o, mas bien, los relatos- de los últimos días de Jesús de Nazaret son necesarias algunas consideraciones previas que hoy en día manejan la práctica totalidad de académicos e investigadores sobre el tema, ya sean historiadores, filólogos o teólogos de las distintas iglesias cristianas y del judaísmo. A saber:

1)      Entender la Biblia al pie de la letra, tanto los libros del Antiguo Testamento (AT) como los del Nuevo (NT), es no entender absolutamente nada de lo que sus autores quisieron decir. Significa, además, un total desconocimiento sobre cómo se escribía en la antigüedad, sobre la especificidad estilística de los textos religiosos, sobre los distintos géneros literarios que utilizaban los autores y sobre cuál era el fin último de la escritura de cada uno de ellos. E implica, por supuesto, aceptar, sin el más mínimo espíritu crítico, las numerosas incongruencias y contradicciones científicas, históricas y narrativas que aparecen en los escritos.

 

2)      Los autores de la Biblia no concebían la Historia tal y como la concebimos en el presente. No se trataba únicamente de la narración objetiva de unos hechos del pasado. La Historia era, para ellos, la Historia de la salvación, un añadido que lo cambia todo y que tiñe la realidad de una subjetividad basada en la firme creencia en lo sobrenatural y en la interacción entre Dios y los hombres. Ello condiciona sobremanera tanto la narración como la interpretación de cualquier acontecimiento histórico, transformándolo y dotándolo de unas características generalmente legendarias o míticas y, por tanto, de un sentido nuevo. Veamos dos ejemplos, uno del AT y otro del NT:

 

a.      La huida de Egipto a través de una zona pantanosa de un grupo de esclavos judíos (un hecho probablemente real que podría haber ocurrido a mediados del segundo milenio a. C.) se convirtió en la tradición judía en el relato de Moisés abriendo con su vara las aguas del Mar Rojo para que lo atravesara toda la nación guiada por él, tal y como se cuenta en el Libro del Éxodo.

 

b.      La crucifixión de un hombre condenado a muerte por el poder romano fue para sus seguidores -y entre ellos para los que narraron por escrito aquellos hechos- un acto salvífico universal propiciado por el mismo Dios durante el cual, además, ocurrieron grandes prodigios: la Tierra se oscureció y tembló, el velo del Templo se rasgó y muchos muertos resucitaron (Mateo 27, 51-53).

 

Estudiar ambas narraciones con los mismos criterios de historicidad con los que se estudian hoy en día la conquista de América o la Revolución Rusa significa desconocer el modo en que los antiguos judíos interpretaban y narraban su propia historia y, por tanto, la intención original de los textos.

 

3)      Diferencias entre verdad histórica y verdad teológica. La verdad histórica está íntimamente ligada a los conceptos de objetividad, verosimilitud científica y verificabilidad, o, en su defecto, hipótesis razonada y razonable sobre unos datos concretos. Una verdad teológica, por el contrario, es una afirmación basada en la interpretación de una determinada realidad (histórica, moral, psicológica o científica) desde la creencia en uno o más seres sobrenaturales cuya existencia y actos no pueden ser demostrados y a los que solo se puede acceder mediante la fe. Verdades históricas son: Herodes el Grande murió en el año 4 a. C.; la primera Cruzada fue instigada por el papa Urbano II; Jerusalén fue destruida por Tito en el año 70. Verdades teológicas son: Dios creó el mundo en seis días; Dios entregó a la muerte a su propio hijo para salvar a la humanidad; Mahoma es el mensajero de Dios.

 

4)      Diferencias entre el lenguaje del ensayo (filosófico, histórico, científico…) y el lenguaje del relato (literario o mítico). En el primero de ellos solo existe un nivel de interpretación, el literal: la luz viaja a 300.000 km por segundo; Julio César conquistó la Galia; el hombre es un ser racional… En ninguna de las tres frases hay algo que vaya más allá de lo que explícitamente se dice. En el segundo tipo de lenguaje, el literario y el mítico, existen dos niveles de interpretación: lo que nos cuentan y lo que nos dicen con lo que nos cuentan. Por ejemplo, la novela “Cumbres Borrascosas”, de Emily Brontë, narra la trágica relación de unos personajes enamorados y la historia de venganza de uno de ellos. Lo que los personajes hacen y dicen en un espacio y un tiempo concretos y el modo en que sus vidas evolucionan (es decir, la pura trama) constituiría el primer nivel de lectura. Pero eso no es lo importante. Lo fundamental de la novela es la idea que la autora desea expresar a través de esa trama, que es en lo que consiste el segundo nivel de lectura. A saber: el amor es una poderosa fuerza de la naturaleza capaz de destruirnos, una idea fundamental del Romanticismo. Otro ejemplo, esta vez bíblico: el relato de los Reyes Magos. Primer nivel de lectura: tres reyes vienen de Oriente para rendir honores a Jesús y le regalan oro, incienso y mirra. Leer únicamente eso es no entender lo que Mateo, el único evangelista que menciona a los Magos, deseaba realmente transmitir con ello: que Jesús es el Mesías-rey (el oro se les regalaba a los reyes), que es Dios (el incienso se le ofrecía a los dioses) y que a la vez es hombre (con la mirra se embalsamaba a los hombres cuando morían). En ese brevísimo y profundo relato, propio de un gran narrador, está concentrada la naturaleza de lo que para Mateo era Jesús. Que la escena fuera un hecho histórico, algo nada probable, o un relato literario no era lo realmente importante. Lo importante era el segundo nivel, la idea que el evangelista deseaba transmitir con esos elementos narrativos: la mesianidad y la naturaleza a la vez divina y humana de Jesús.   

5)      La gran mayoría de los historiadores, filólogos y teólogos consideran que los evangelios no son exactamente libros de Historia, aunque tengan una base y un fondo históricos. Son, por el contrario, libros religiosos, llenos de verdades teológicas, escritos para la liturgia de las primeras comunidades, para la propaganda de la nueva fe y para la transmisión -eso sí, en forma de relato histórico- de determinadas ideas religiosas. Flaco favor se le hace a la esencia de la fe cristiana si esa fe, en pleno siglo XXI, consiste en creer que, en el siglo I, la orilla oriental del Mediterráneo era una especie de burbuja mágica donde durante unos años vivieron personas para las que no regían las leyes de la naturaleza, que secaban higueras con solo maldecirlas (Mc 11, 12-14), que curaban enfermos cuando su sombra pasaba sobre ellos (Hch 5, 12-15), que los muertos volvían literalmente a la vida (Mc 5, 22-24) o que se hablaba con ángeles y demonios (Mt 4, 1-11) como quien habla con un vecino. Quien haga esa interpretación de los textos sólo habrá llegado al primer nivel de lectura, el literal, el de la mera trama, no al del sentido.

 

A pesar de no tratarse de libros de Historia, se pueden inferir de ellos muchísimos datos históricos y afirmar con un alto nivel de certeza cuáles son reales y cuáles no. Son varios los criterios científicos de historicidad que emplean los eruditos en la búsqueda del Jesús de la Historia. De ellos ya hablamos en la conferencia sobre los orígenes del cristianismo.

 

6)      Si nos referimos específicamente al protagonista de los relatos, hay que decir que no se comprenderán los evangelios, al menos desde un punto de vista histórico, si confundimos los dos personajes que se superponen en los textos: el Jesús histórico y el Cristo de la fe. Es decir, Jesús y Jesucristo. El primero es el hombre que realmente existió y al que, a los historiadores, los críticos y los filólogos muchas veces les cuesta encontrar en las narraciones. El segundo es la interpretación que hacen los autores evangélicos del primero, es decir: el Hijo de Dios, el Mesías universal, o Dios mismo en el caso de Jn. Los evangelios, que hablan principalmente del segundo, de Jesucristo, dejan entrever datos del primero, Jesús, al que podemos acceder tras un complicado proceso de investigación y depuración histórica y filológica. Durante diecinueve siglos, la Iglesia ha sostenido que ambos personajes eran el mismo, que los evangelios narraban punto por punto la vida de Jesús, del mismo modo que sostenía que eran reales e históricos todos los hechos narrados en el AT. Por contradecir esa creencia, como se sabe, fueron acusados o condenados hombres como Galileo, Giordano Bruno, Copérnico, Darwin, Newton, Descartes o Miguel Servet, cuyas teorías nadie pone en duda hoy en día. Desde que se vienen aplicando a los estudios bíblicos, y especialmente a la investigación sobre Jesús, los criterios del llamado método histórico-crítico, que diferencia claramente a Jesús de Jesucristo, y que también condenó la Iglesia en un principio, nadie que no sea un cristiano acrítico y acientífico sostiene la tesis de la literalidad, una tesis defendida únicamente por grupos católicos ultraconservadores, Testigos de Jehová o ciertas iglesias evangélicas, sobre todo americanas.

 

7)      Un apunte final: los conceptos de verdad y mentira no son conceptos que puedan aplicarse ni al arte ni a la religión del mismo modo en que se aplican a las ciencias y, por tanto, a la Historia. A nadie se le ocurre despreciar el cuadro de Las Tres Gracias de Rubens, El Nacimiento de Venus de Botticelli o el relato de Edipo Rey porque reflejen una realidad ficticia o mítica. Tampoco lo primero que se nos viene a la mente es la palabra “falso” cuando contemplamos el Cristo de Velázquez, aun sabiendo que un crucificado real no tenía ni esa pulcritud ni esa expresión de serenidad ni ese paño de pureza. En los ejemplos citados interpretamos las obras en clave distinta de la que usamos en el estudio de la Historia. En los tres primeros no existe una base histórica; en el caso del cuadro de Velázquez sí que la hay, pero está radicalmente transformada. Ello no le resta ningún valor porque la intención de Velázquez al pintarlo no era la de representar fielmente un hecho histórico, como no lo era la de los artistas renacentistas cuando pintaban una escena de la Pasión con personajes vestidos como en el siglo XV. Ni eran ignorantes ni mentían. Simplemente se movían en un plano diferente del de la Historia.

 

 


LOS AUTORES DE LOS RELATOS

 

¿Quiénes narran la historia de la Pasión? Los autores de los cuatro evangelios canónicos (Mt, Mc, Lc y Jn), con algunas diferencias entre sus relatos, y varios de los evangelios llamados apócrifos, como el de Pedro, el de Nicodemo, el de Bartolomé, los del llamado “ciclo de Pilato” o la Declaración de José de Arimatea. No hay autores fuera del cristianismo que cuenten cómo sucedieron los hechos. Los únicos testimonios no cristianos, los de los historiadores Flavio Josefo, Tácito, Plinio el Joven y Suetonio, se limitan a mencionar de refilón, en una simple frase, que Jesús fue ajusticiado durante el reinado de Tiberio y la prefectura en Judea de Poncio Pilato. Flavio Josefo lo menciona al narrar la muerte de Santiago, el hermano de Jesús, y los otros se refieren a él para decir que sus seguidores, los cristianos, son culpables de ciertos disturbios. Nunca es el protagonista del breve fragmento en el que aparece su nombre y ninguno se refiere a él como Jesús, sino como Cristo (Suetonio lo llama Cresto).

 

El primero de los evangelios, el que inaugura el género, es el de Marcos, aunque se sabe que para su redacción final debió de utilizar algunas fuentes fragmentarias anteriores que circulaban entre las primeras comunidades (dichos sueltos de Jesús, relatos de milagros, el breve apocalipsis del capítulo 13…). También se sabe que la segunda parte del último capítulo, desde Mc 16, 9 hasta el final, donde se narran las apariciones y la ascensión, fue añadido posteriormente por un autor anónimo que consideró no apropiado que el texto original acabara con la escena de la tumba vacía. Marcos les da unidad narrativa a sus fuentes y, sobre todo, escribe el primer relato de la Pasión, que es su gran aportación al cristianismo. Redacta su evangelio sobre el año 70, dos generaciones después de la muerte de Jesús. Mateo y Lucas lo hacen en la década de los 80 y Juan a finales del siglo I. Los apócrifos son mucho más tardíos: se escriben, en su mayoría, entre el siglo II y el siglo IV y están repletos de exageraciones, leyendas piadosas y ciertos conceptos teológicos no aceptados por la Iglesia. De ellos nos han llegado figuras tan populares como la Verónica, los nombres de quienes fueron crucificados con Jesús, Gestas y Dimas, y el del soldado que lo atravesó con la lanza, Longinos. También tienen su origen en los apócrifos, aunque la Iglesia se refiere a ello como “la tradición”, los nombres y la historia de los abuelos de Jesús, Joaquín y Ana. Se mencionan por vez primera en el conocido como Protoevangelio de Santiago (“el hermano del Señor”, según la Biblia, no el patrón de España), escrito sobre el año 150. Curiosamente y a pesar de no aparecer en los evangelios canónicos, las imponentes esculturas de la Verónica y Longinos, ocupan un lugar central en la Basílica de San Pedro de Roma. Tanto los cuatro evangelistas canónicos como los autores de los apócrifos son, evidentemente, apologetas cristianos y creen firmemente en que Jesús es un ser divino que ha vencido a la muerte. Sus textos han se ser estudiados muy cuidadosamente desde el punto de vista histórico precisamente por eso, porque son el relato de hombres de fe y, por tanto, podrían estar más interesados en la Teología que en la Historia. Ninguno de ellos fue, por otra parte, testigo directo de lo que ocurrió, sino que vivieron, en el caso de los canónicos, dos o tres generaciones después de Jesús y, en el de los apócrifos, muchas más. Aunque casi todos están escritos bajo el nombre de personajes que tuvieron trato con el Nazareno, sabemos que los verdaderos autores no se corresponden con los personajes que dan nombre a sus obras. De los textos del NT solo podemos estar absolutamente seguros de que su autor es quien dice ser en el caso de Pablo de Tarso, pero tampoco de todas sus cartas. De las 14 epístolas atribuidas a Pablo en el NT, únicamente 7 fueron escritas por él. Las otras 7 son de discípulos suyos desconocidos.

 

 

LA PREDICACIÓN DE JESÚS

 

¿Qué predicaba Jesús y por qué su predicación acabó en la tragedia de la crucifixión? Jesús, como su maestro, Juan el Bautista, pertenece a la tradición de profetas apocalípticos que anuncian la inminente venida del Reino de Dios. De esa venida no sabemos casi nada porque ni Jesús ni los evangelistas nos lo explican; solo sabemos que, según la tradición, Dios instauraría su reinado en la tierra de Israel a través de un mesías o rey de la estirpe de David. Al igual que a Jesús, al Bautista también le costó la vida su actividad. Otros hombres de aquel tiempo, autoproclamados o considerados mesías por muchos, corrieron la misma suerte. Tanto el NT como Flavio Josefo citan a varios, entre ellos el fundador de los zelotes, Judas el Galileo, o un tal Teudas (Hch 5, 36-37), personajes con distinta cronología según hablen de ellos Flavio Josefo o el autor de Hch. Sabemos también, por documentos no cristianos, de la existencia de otros mesías, como los conocidos por los sobrenombres de el Egipcio o el Samaritano. Algunos judíos también consideraron a Simón Bar Kojba, el último líder que dirigió la lucha contra Roma, una figura mesiánica. Su movimiento fue derrotado, tras casi tres años de guerra, siendo emperador Adriano, en el año 135, lo que trajo consigo la total desaparición de Israel.

 

¿Durante cuánto tiempo estuvo predicando Jesús? No lo sabemos con certeza.  Según los evangelios sinópticos (Mt, Mc y Lc), su vida pública duró, sin contar el tiempo que pasó con el Bautista, como mucho un año, porque la primera vez que bajó de Galilea a Jerusalén para celebrar la Pascua fue detenido y ejecutado. Según Juan, duró tres años. Su muerte, según este evangelista, tuvo lugar la tercera Pascua que pasó en Jerusalén. Es solo una de las muchas discrepancias entre los diferentes autores. La teoría sinóptica parece la más verosímil. No es muy creíble que, predicando lo que predicaba, el poder romano o Herodes mismo tardaran tres años en detenerlo. Hay que recordar que de lo que se le acusaba era de un delito grave. Tanto, que conllevaba la pena máxima y la más indigna.

 

Es preciso decir también que en ningún momento Jesús pretendió fundar ninguna religión. Su famosa frase “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” es una frase anacrónica puesta por Mateo (Mt 16,18) en boca de Jesús y que ningún investigador defiende como histórica. Jesús era un rabino piadoso y cumplidor de la Ley. No sabemos si en algún momento se la saltó, como dicen los evangelios, aunque es posible que, sin salirse de la ortodoxia, su predicación tuviera ciertas peculiaridades que la hacían diferente de la de otros maestros de su tiempo. Debió también de ejercer la sanación y practicar exorcismos, como otra mucha gente de la época. Era probablemente afín al grupo de los fariseos, una de las cuatro sectas que existían dentro del judaísmo de entonces: saduceos, fariseos, zelotes y esenios. (Tras la destrucción de Jerusalén en el año 70 y la desaparición de Israel años más tarde, solo sobrevivió el judaísmo de tradición farisaica, el actual). La idea que tanto Jesús como sus coetáneos tenían del Reino no era la misma que la que sus seguidores, los futuros cristianos, predicaron varias generaciones después. El Reino, para maestros como Jesús o Juan el Bautista, no era el Reino de los Cielos, un concepto que aparece después de la crucifixión y que, por tanto, es cristiano y no judío. El Reino que predicó Jesús era un Reino en la tierra de Israel y debía llegar de manera inminente. Yahveh mismo, en una especie de teocracia, gobernaría a su pueblo a través de un mesías, un rey libertador. Ningún otro tipo de reino cabía en la cabeza de un judío de la época. Los judíos que lo escuchaban sabían que hablaba de la inmediata restauración de Israel.

 

Es importante conocer, al menos a grandes rasgos, la Historia de Israel para entender tanto la idea del Reino que tenía Jesús, como su muerte, ya que la predicación del Reino debió de jugar un papel esencial en su condena. Si la vida del pueblo judío siempre ha estado llena de penurias y persecuciones desde el año 135 d. C. hasta el Holocausto, antes del 135 no fue muy diferente. Israel era una nación pequeña casi permanentemente ocupada y sometida por otros: Egipto, el Imperio Asirio, el Imperio Persa, Alejandro Magno y sus sucesores y, finalmente, el Imperio Romano desde el 62 a. C., año en que Pompeyo toma Jerusalén. Las ocupaciones y las conquistas suponen con frecuencia sufrimiento para los pueblos ocupados. Tal fue el caso de Israel, un pueblo con una identidad nacional muy fuerte. Sólo en dos momentos de su historia, sin contar el actual, Israel ha sido completamente independiente y dueño de su destino: en torno al año 900 a. C., en los tiempos de David y Salomón, y tras la rebelión de los Macabeos contra la dinastía seléucida, heredera de Alejandro Magno. Este segundo periodo va del año 167 a. C., cuando comienza la revuelta de Judas Macabeo y sus hermanos, hasta el 62 a. C., año en que Pompeyo entra en Jerusalén. ¿Qué se esperaba del Mesías en aquellos tiempos? Que fuera un segundo rey David, que restaurara el reino de Israel y que se rebelara contra los impíos ocupantes para liberar a la nación, como hicieron los Macabeos con su exitosa sublevación contra el rey helenista Antíoco IV Epífanes, que luego fue narrada en dos libros bíblicos (I y II Macabeos).

 

En ese ambiente de ocupación, impuestos que empobrecían a la población, esporádicas revueltas y profanaciones del Templo es en el que transcurre la vida de Jesús, que tiene unos 12 años cuando Judas el Galileo (un mesías fallido, como Lucas se refiere a él en el discurso de Gamaliel de Hch 5, 37) lidera el asalto contra una guarnición romana en Séforis, entonces capital de Galilea, a causa del censo de Quirino, que pretendía aumentar los impuestos. Jesús debió de conocer esos hechos, ya que Séforis distaba solo 7 kilómetros de Nazaret. Judas el Galileo, fundador de la secta de los zelotes, que defendían que Yahveh era el único gobernante legítimo de Israel y que se negaban a pagar los tributos a Roma, fue ejecutado, probablemente en una cruz, como lo eran todos los sediciosos y los que suponían un peligro para la seguridad del Imperio. Años más tarde, hacia el 46, sus hijos corrieron la misma suerte y por el mismo motivo, según cuenta Flavio Josefo. Unos veinte años después de la rebelión de Judas el Galileo, Jesús contaría entre sus discípulos con algún miembro de esa secta. Uno de ellos, Simón el Zelote, aparece con ese sobrenombre en la lista que hace Marcos de los doce apóstoles (Mc 3, 13-19).

 

¿Por qué predicar el Reino de Dios era peligroso? Porque, evidentemente, en ese reino terrenal, gobernado por el Mesías y por Yahveh mismo, no cabían ni el emperador Tiberio, ni el prefecto Poncio Pilato, ni los dioses paganos ni, por supuesto, las legiones que Roma tenía en la zona. El Reino suponía la liberación de Israel del yugo romano. Pero para Roma, pretender independizarse del Imperio era un grave acto de sedición. Predicar el Reino era también peligroso para el rey Herodes, un rey títere de Roma que no era ni de ascendencia davídica ni asmonea (las dos únicas dinastías legítimas para Israel, la del rey David y la de los Macabeos). El gobierno de un rey-mesías habría supuesto su inmediata destitución. Y era peligroso, finalmente, para las autoridades religiosas judías del momento, los saduceos, cómplices también de la ocupación romana y contentos con un sistema que mantenía sus privilegios y su riqueza. Los evangelistas dulcificaron luego la situación y dijeron que Jesús había sido ejecutado por blasfemia. Pero nunca el poder romano habría crucificado a nadie por blasfemar, y menos contra un dios extranjero. La crucifixión solo era un castigo infligido a los rebeldes políticos, a los sediciosos y a los esclavos, jamás a los blasfemos. Únicamente el poder político-religioso judío podría haber ajusticiado a Jesús por blasfemo, como hicieron con Esteban en el año 34, o con Santiago, el hermano de Jesús, en el 62. Pero los judíos no crucificaban, sino que lapidaban. Así que la muerte de Jesús es el resultado de una sentencia que proviene directamente del poder romano, y sus motivos más evidentes, siguiendo una lógica histórica, son la predicación de un reino libre del yugo imperial y quizás la pretensión de ser rey, si es que Jesús en algún momento se pensó a sí mismo como Mesías. Los evangelistas, una vez muerto y divinizado Jesús, sustituirán el reino terrenal que él predicaba por el Reino de los Cielos, que no suponía, evidentemente, ningún peligro para el Imperio y sus ciudadanos, a quienes iba dirigida la predicación evangélica. ¿Cómo iban a hablar de rebelión contra Roma quienes pretendían conquistar para la causa cristiana a los romanos? Los cristianos dejaron desde entonces de predicar el Reino terrenal que anunciaba Jesús y lo colocaron en las alturas (“Mi reino no es de este mundo”, le hace decir a Jesús el evangelista Juan), algo mucho menos comprometido políticamente. Nunca sabremos si Jesús se consideró a sí mismo el Mesías que restauraría Israel (muchos eruditos afirman que sí, sobre todo al final de su vida). Lo que sí podemos afirmar es que quienes le condenaron a muerte sí consideraron que aspiraba a ello. De hecho, eso decía el cartel que colgaron en lo alto de la cruz: “Rey de los judíos”, un dato evangélico que, según los investigadores, pasa los filtros de historicidad. Pero su muerte, a pesar de suponer una advertencia para quienes intentaran algo parecido, no cambió mucho las cosas. Los judíos siguieron sublevándose hasta que finalmente el emperador Adriano, entre el 132 y el 135, harto de tanta insurrección (tres guerras abiertas en 60 años y escaramuzas constantes), ordenó arrasar Israel y hacerlo desaparecer del mapa. Sobre las ruinas de Jerusalén levantó una nueva ciudad llamada Aelia Capitolina, de estructura completamente romana, y colocó allí como guarnición a la Legio X Fretensis, que controlaba que ningún judío volviera a la ciudad. Israel perdió todas sus estructuras político religiosas y pasó a ser llamada provincia de Siria-Palestina. Israel no volvería a existir hasta el año 1948.

 

 

¿CÓMO OCURRIÓ TODO?

 

Son pocas las certezas absolutas que tenemos sobre los acontecimientos de la Pasión. No hay actas del juicio, no poseemos testimonios de testigos directos y no existen rastros arqueológicos de ningún tipo. Todos los estudios serios sobre las reliquias conservadas, desde el cáliz de la Última Cena hasta la sábana de Turín, han demostrado que se trata de falsificaciones medievales. Solo nos han llegado los relatos de sus seguidores, hombres de fe que escriben de 40 a 70 años después de los acontecimientos, de los que ninguno fue testigo. La única certeza que tiene la práctica totalidad de los expertos es que Jesús fue condenado por sedición bajo la prefectura de Poncio Pilato, y que murió crucificado. Sin esa ignominiosa muerte, la religión cristiana no existiría. A nadie se le habría ocurrido inventársela porque, en aquel tiempo, ser crucificado era, con mucho, la peor carta de presentación de un personaje del que se afirmaba que era divino. Sin esa muerte humillante tampoco habría existido en sus discípulos la necesidad de preguntarse por el rotundo fracaso que supuso la cruz y de reinterpretar tanto la figura como el mensaje de Jesús a la luz de antiguos textos bíblicos que ellos consideraron profecías sobre su maestro.

 

Tradicionalmente se considera que la Pasión comienza con la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén y acaba con su muerte y resurrección. Desde un punto de vista meramente histórico, que es el que manejamos aquí, solo podemos llegar hasta su muerte. La resurrección, tal y como la narran los evangelistas, no puede ser tratada como un acontecimiento histórico puesto que, además de transgredir todas las leyes de la naturaleza y de la ciencia, es algo que pertenece al mundo de la fe, como afirma Pablo de Tarso, el primer escritor del NT, que en ningún momento cuenta cómo ocurrió. Así pues, a este respecto, desde la Historia solo podemos afirmar que sus seguidores creyeron desde muy pronto que el maestro había resucitado, que Dios mismo lo había justificado y librado del abismo de la muerte.

 

Analizando los textos, la primera y más evidente conclusión a la que se llega cuando se leen los relatos de la Pasión, es que es imposible que todo sucediera en seis días, de domingo a viernes, que es el día de la semana en el que todos los autores dicen que murió Jesús: entrada en Jerusalén, visita a Betania, regreso a Jerusalén, controversias con los sacerdotes, expulsión de los mercaderes del Templo, numerosos discursos, varias curaciones, Última Cena, prendimiento, juicio ante el Sanedrín (o visita a Anás y a Caifás, según Jn), vista ante Pilato, luego ante Herodes (según Lc), regreso a Pilato, interrogatorios, presentación ante el pueblo, tortura, crucifixión y muerte. Imposible que todo ello sucediera en tan poco tiempo. No parece, pues, que estemos ante hechos narrados con los criterios de historicidad que manejamos hoy en día, sino con los que se manejaban en la Antigüedad, cuyo ideólogo era Aristóteles. Todo acontecimiento, según el filósofo griego, debía ser narrado siguiendo los criterios de unidad de acción, de espacio y de tiempo. No importaba no ser completamente fiel a la realidad. Por ello los evangelistas narran como narran: toda la acción se concentra en Jerusalén y en el transcurso de muy pocos días. Si nos fijamos, la tradición cristiana de la Semana Santa continúa aplicando los mismos criterios aristotélicos: concentración en seis días de lo que, en buena lógica, debió de suceder en varias semanas o incluso en varios meses. A no ser que Jesús fuera detenido y ejecutado inmediatamente tras un breve y atropellado juicio sumarísimo, todo el proceso debió de llevar bastante más tiempo del que narran los evangelios. El Derecho Romano, aunque no fuera tan garantista con los ciudadanos de los pueblos ocupados como con los romanos mismos, tenía sus tiempos, que eran más largos. Si el caso de Jesús fue o no fue una excepción, nunca lo sabremos, excepto que algún día se encuentren las actas del juicio bajo las arenas del desierto, cosa muy poco probable. Con la total destrucción que supusieron las tres Guerras Judías, la poca importancia que los romanos de la época le concedieron a Jesús, y el paso del tiempo, cualquier posible documento oficial sobre el juicio, si es que hubo juicio, debió de desaparecer. Lo que sí es cierto es que es prácticamente imposible que tanto la cronología de los relatos evangélicos como la celebración de la Semana Santa se correspondan, al menos en lo referente al tiempo, con la realidad histórica. Si bien esto es algo que carece de importancia, sí que nos da cierta información sobre la manera de concebir y contar la Historia de los antiguos, que no es la nuestra. 

 

 

LA ENTRADA TRIUNFAL EN JERUSALÉN

 

Hay varios aspectos en la construcción de esta escena que llaman la atención. Lo primero es que la mención a las palmas y a las ramas de olivo, más que a la Pascua, que se celebra en primavera, parece remitir, según muchos expertos, a la fiesta del Sucot o de los Tabernáculos, que se celebra en otoño, una fiesta en la que las ramas y los monumentos que los judíos hacen con ellas sirven para recordar los 40 años que Israel pasó en el desierto. Si nos atenemos a la literalidad del relato, hay que decir que no era tan sencillo conseguir palmas en Jerusalén. El palmeral más cercano se encuentra en Jericó, a unos 40 km. ¿Iban a emprender un viaje de tres o cuatro días los jerosolimitanos, con los riesgos y gastos que implicaba viajar, para recibir con palmas a un galileo probablemente poco conocido en Jerusalén, ciudad a la que, según los evangelios sinópticos, era la primera vez que bajaba? Es poco probable. A pesar de que Lc afirma que iba a diario a predicar al Templo, hay indicios de que, en sus últimos días de vida, Jesús se movía de manera clandestina, como se vislumbra en la narración de cómo entra, días después, en Jerusalén para celebrar la cena de Pascua (Mc 14, 13-16). Debía de ser arriesgado, por otra parte, salir a las calles a aclamar a alguien que predicaba la restauración de Israel, con la cantidad de soldados que había en la ciudad para la Pascua. Y resulta, por último, muy extraño, que solo unos días después de ese recibimiento triunfal, esa misma gente le pidiera a Pilato que lo crucificara sin que mediase nada que justificara tal cambio de actitud. El relato se presenta, pues, algo problemático tanto desde un punto de vista cronológico como de verosimilitud. Pero sucede algo más, que es muy importante para entender mejor la escena, un hecho que contiene ciertas claves para una mejor comprensión. Esto es lo que se dice en el libro del profeta Zacarías (Zac 9, 9), escrito unos 500 años antes: “¡Alégrate, Sion! ¡Grita de alegría, Jerusalén! Que viene a ti tu rey, justo y victorioso, humilde y montado en un asno, en una cría de asna”. También la entrada triunfal y las ramas de palma se asemejan a lo que se dice en 1 Macabeos 13, 51, libro escrito unos 100 años antes: “Y entró en ella…, con aclamaciones y ramos de palma, con liras, címbalos y arpas, con himnos y cantos…”. ¿Se referían, dadas las similitudes, a la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén unos autores que escribieron sus obras siglos antes de que él naciera? ¿No estaremos, mas bien, ante una escena, como la de los Reyes Magos, cuya base no es histórica, sino teológico-literaria, y cuya intención última es decir que Jesús no es el Mesías guerrero que se esperaba, sino un Mesías humilde y manso que, en lugar de entrar en Jerusalén a caballo, como entran los guerreros, entra a lomos de un asno, y que es así como es aclamado por el pueblo? Son muchos los momentos, especialmente los relacionados con la Pasión, en los que los evangelistas recurren a citas del AT y las presentan como profecías sobre Jesús. Pero desde un punto de vista histórico no podemos aceptar que unos hombres que vivieron cientos de años antes del nacimiento de Jesús ya escribieran sobre él. Eso solo ocurre en el mundo de las creencias religiosas, no en el de la Historia. La explicación del creyente es sencilla: a Jesús ya lo anunciaron en el AT y ello demuestra que es un ser divino. La explicación histórica es algo más compleja. Hagamos un breve paréntesis para exponerla porque es fundamental para entender los textos.

 


Nueva religión, viejos profetas.

 

El Imperio Romano integraba en su panteón a muchos de los dioses de los pueblos conquistados. Sus propios dioses eran extranjeros, importados de Grecia. Las divinidades de otros pueblos orientales tuvieron también un gran éxito: Isis, Atis, Serapis, Cibeles o Mitra. Para que las religiones extranjeras fueran acogidas por los romanos, tenían que cumplir varios requisitos, el más importante de los cuales era el de ser religiones antiguas. La de Israel era una religión antigua. Pero ¿qué ocurre cuando se predica a un dios como el cristiano, cuya antigüedad es la de tan solo unos años? Pues que no sería creíble como dios para un pagano. Y menos aún si ese dios es un hombre real, que ha vivido recientemente, y es, además, un crucificado, que era lo peor y más degradante que le podía pasar a un hombre. Sin embargo, si se predica a ese dios, que es Jesucristo, y se afirma que ya hablaron de él los antiguos profetas y que predijeron incluso su pasión y su muerte, se le dota de inmediato del requisito de antigüedad, pero también del de divinidad: si ya los profetas hablaron de él, es porque era un ser que está en un nivel superior al de un simple ser humano, y no digamos si, además, se proclama que es Hijo de Dios y preexistente en su seno, es decir, se le equipara a Yahveh mismo, el dios de una religión muy antigua. El obstáculo de la antigüedad quedaba, pues, eliminado. Si a ello le sumamos que con la nueva religión ya no era necesario circuncidarse, que era uno de los miedos que tenían los paganos que se sentían atraídos por la fe judía, ni había que cumplir las extrañas y pesadas normas de la Ley, y que para salvarse bastaba, según Pablo, con creer en Jesucristo, el Hijo de Dios, las barreras quedaban eliminadas.

 

Pero el recurso a las citas proféticas del pasado tiene otro motivo mucho más importante, relacionado con la necesidad de explicación del estrepitoso fracaso que había supuesto la crucifixión para los seguidores de Jesús. Una de las primeras preguntas que debieron de hacerse tras su muerte fue: ¿Por qué un hombre justo, cumplidor de la Ley, que predica el bien, que quiere liberar a Israel del sufrimiento, que apela a Dios y que incluso le llama Padre ha sido condenado a la muerte más humillante de todas? ¿Por qué Dios, en lugar de ayudarle, como hizo con los Macabeos o en otros muchos momentos de la Historia, ha permitido que eso ocurra? La respuesta a cualquier pregunta la buscaban los judíos (y la siguen buscando) donde ellos consideran que están todas las respuestas: en la palabra de Dios, en sus libros sagrados. Y a ellos recurrieron. Y allí encontraron figuras clave que les dieron algunas pistas, como el Siervo Sufriente del profeta Isaías: el “despreciado”, el “varón de dolores”, el “conocedor de todos los quebrantos”, el que padece sufrimientos con valor redentor (Is 42, 1-9; 49, 1-6; 50, 4-11, etc.). También encontraron la figura del Hijo del Hombre en el capítulo 7 del libro del profeta Daniel. Y algunos salmos, que interpretaron como proféticos, como el salmo 22. Y otras muchas citas de otros profetas, como Zacarías o Miqueas. E incluso de libros no proféticos, como el Deuteronomio o el Éxodo. Y puede que, a la luz de estos textos, pensaran: Quizás la crucifixión no es culpa del abandono de Dios, sino que somos nosotros los que estábamos equivocados y no hemos entendido bien sus planes. Quizás el Mesías verdadero no es el que nosotros esperábamos, el guerrero, el rey libertador de Israel, sino un Mesías diferente, del que hablan ciertas profecías: el mesías sacrificial, el Cordero de Dios, el que redime con su muerte los pecados de los hombres. Y de repente la oscuridad de los discípulos debió de iluminarse. Y, convencidos de que la muerte de Jesús no había sido en vano ni que ellos habían estado siguiendo a un impostor, sino al verdadero Mesías anunciado por los profetas, sintieron que no habían fracasado y se lanzaron como locos a predicar que Dios no dejó a Jesús en manos de la muerte, sino que lo había resucitado, lo había colocado a su derecha, y que vendría de nuevo desde los cielos a instaurar el Reino que había predicado durante su estancia en la Tierra. Y eso esperaron las primeras generaciones, que el Reino llegara con el inmediato regreso de Jesús. Y así puede que comenzara el posterior desarrollo de la teología cristiana que dio origen a las cartas de Pablo, a los evangelios, a la Iglesia misma y a la fe en que Jesús iba a regresar muy pronto. Pero, dado que pasaba el tiempo y Jesús no regresaba, acabaron por trasladar su segunda venida al final de los tiempos. Pero esta, como otras, es una mera hipótesis que trata de explicar desde planteamientos puramente historicistas el nacimiento del cristianismo, una hipótesis defendida por numerosos historiadores. Así pues, el origen del cristianismo sería, desde este punto de vista, la interpretación que hicieron los discípulos de Jesús de la figura real e histórica de su maestro a la luz de las antiguas escrituras sagradas. Los creyentes, evidentemente, tienen su propia explicación, su propia hipótesis.

 

El relato de la Pasión, como hemos dicho, está plagado de referencias y citas proféticas escritas cientos de años antes de que Jesús naciera, y es construido, en muchos casos, sobre la base de esas citas. Veamos algunos de los muchos ejemplos, además de los ya mencionados: las palabras atribuidas a Jesús en la cruz “Dios mío, Dios mío por qué me has abandonado” son literalmente las mismas del primer verso del Salmo 22. Jesús crucificado entre dos ladrones remite a las palabras de Isaías sobre el Siervo de Dios “Fue contado entre los malhechores”. Que los soldados se repartan las vestiduras de Jesús y sorteen su túnica se dice en el Salmo 22, 19: “Se reparten entre sí mis vestiduras y sortean mi túnica”. Las 30 monedas de plata con las que pagan a Judas su traición ya son mencionadas en Zac 11, 12-13. También el anuncio de que Judas traicionaría a su maestro aparece en el Salmo 41: “El que come mi pan ha alzado contra mí su talón”.  La respuesta de Jesús al Sumo Sacerdote cuando este le pregunta si es Hijo de Dios es literalmente una cita de Daniel 7, 13: “Veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del Poder venir sobre las nubes del cielo”. Cuando Jesús dice en la cruz que tiene sed y los soldados le dan de beber vinagre ya es mencionado en el Salmo 69, 22: “En mi sed me han dado de beber vinagre”. El que la tumba de Jesús sea propiedad de un hombre rico como José de Arimatea ya se prefigura en Is 53, 9: “Y con los ricos se puso su tumba”. Y todo el sentido que Pablo de Tarso le da a la muerte de Jesús ya aparece también en Is 53, 12: “Indefenso se entregó a la muerte y fue contado entre los malhechores, cuando él cargó con el pecado de muchos e intercedió por los rebeldes”, una cita que también recuerda al “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” de Jesús en la cruz. El que a Jesús no se le rompieran los huesos de las piernas, como se solía hacer con los crucificados para que acabaran de morir, sino que se le traspasara el costado con una lanza, son palabras del libro del Éxodo: “No se le quebrará hueso alguno” (Ex 12, 46) y de Zac 12, 10: “Mirarán al que traspasaron”. Estos son solo algunos de los múltiples ejemplos de la conexión directa que existe entre los detalles de los relatos de la Pasión y citas bíblicas anteriores. Entonces, o bien creemos que los diferentes autores del AT ya hablaron sobre Jesús varios siglos antes de que naciera, o bien estos detalles están basados, no en hechos reales, sino en citas del AT con el fin de expresar determinados conceptos teológicos. O una tercera posibilidad: lo que narran los evangelistas está plagado, por pura casualidad, de coincidencias con lo que los profetas bíblicos dijeron muchos siglos antes. Cada cual, dependiendo de sus convicciones deberá elegir cuál de las tres posibilidades es la que mejor explica dichas coincidencias.

 

 

LA ÚLTIMA CENA

 

Si bien la escena de la entrada triunfal en Jerusalén tiene más posibilidades de ser una verdad teológica que una realidad histórica, no ocurre lo mismo con la Última Cena, aunque los datos de los evangelistas provocan mucha confusión desde el punto de vista histórico. Jesús, como buen judío, tuvo que celebrar la cena pascual con sus discípulos, que habían bajado con él a Jerusalén para la Pascua. Otra cosa es que se narre tal y como realmente sucedió.

 

¿Dónde se celebró? Hay historiadores que sostienen, basándose en datos del libro de los Hechos, que la Última Cena debió de celebrarse en la casa de una mujer acaudalada, viuda, llamada María, que es la madre de un tal Juan Marcos, compañero de viajes de Pablo y de quien algunos expertos afirman que es el evangelista Marcos, aunque, de ser así, es extraño que en su evangelio no mencione que la Última Cena se celebró en su casa. En la mansión de esta mujer solían reunirse los discípulos y los miembros de la primera comunidad de Jerusalén. Según el resto de fuentes evangélicas, la Última Cena tuvo lugar en casa de alguien cuyo nombre no se menciona.

 

¿Cuándo se celebró? Para los sinópticos, la Última Cena fue la cena de Pascua, es decir la de la noche del 14 al 15 del mes de Nisán, que cada año cae en un día de la semana diferente. El 14 de Nisán es el día que siempre ha sido celebrada por los judíos. Sin embargo, para Juan, la Última Cena tuvo lugar antes del 14 de Nisán y, por tanto, tuvo que ser una cena diferente de la cena pascual. Juan, que debía de conocer alguno de los evangelios sinópticos, tuvo que adelantar la fecha en su relato de los hechos porque, según él, el 14 de Nisán era el día en que Jesús murió y, claro, no podía estar cenando y crucificado al mismo tiempo. Llama también la atención el hecho de que los sinópticos digan que Jesús celebró la cena pascual el primer día de los Ázimos, cuando el primer día de los Ázimos (el primer día de los siete que duraba la Pascua) es siempre el día después de la cena pascual, es decir, el 15 de Nisán, el primer día que se come pan ázimo. Estas contradicciones se han intentado arreglar de muchas maneras a lo largo de la Historia, pero ello únicamente ha servido para generar aún más confusión. Y hay otro hecho destacable: todos los evangelistas, menos Juan, narran que durante la cena pascual Jesús instauró el sacramento de la Eucaristía, el más importante para los cristianos. Juan, por el contrario, narra la escena del lavatorio de los pies. Las referencias que hace este evangelista a algo parecido a la Eucaristía, no al momento en que fue instituida (de lo que nunca habla), las hace en un discurso que da en Cafarnaúm muchísimo antes de su muerte (Jn, 6), y no en el marco de ningún banquete pascual.

 

Así pues, es posible deducir que lo único que podemos considerar seguro es que Jesús celebró la cena de Pascua durante su estancia en Jerusalén. Un judío piadoso como él tuvo que hacerlo. Pero todos los datos aparentemente históricos que acompañan a ese hecho solo sirven para generar confusión interpretativa, al menos cuando se intenta unificarlos y crear una sola versión con todos ellos. O bien tienen la apariencia de datos históricos, pero en realidad son verdades teológicas, o bien son datos que les han llegado a los evangelistas a través de fuentes que estaban equivocadas. Y esto es algo que se repite en muchos momentos cruciales de la vida del protagonista, algunos tan fundamentales para los creyentes como los relatos de la crucifixión y de la resurrección. Por ello es tan complicado para los investigadores acceder al verdadero Jesús histórico a partir de los relatos evangélicos. Porque los evangelios a quien están construyendo realmente no es al Jesús de la historia, sino al Cristo de la fe.

 

 

LA TRAICIÓN DE JUDAS

 

Este hecho tiene similares características al anterior. Es muy probable que la traición fuera un hecho histórico, aunque no sabemos exactamente de qué manera sucedió. Por lo pronto, solo Mateo menciona el asunto de las 30 monedas de plata. El dato, más que ser real, apunta a lo simbólico. Esta misma cantidad aparece en otros momentos del AT: en el libro del Éxodo (Ex 21, 32) se trata del precio a pagar para rescatar a un esclavo, y en el del profeta Zacarías (Zac 11, 12-13) se trata del dinero que le arroja el profeta a un alfarero, su salario. No aparece, sin embargo, en el libro del profeta Jeremías, que es a quien Mateo atribuye la profecía. ¿Un error de Mateo? Es posible, aunque en el libro de Jeremías hay alguna referencia a datos que se mencionan en la escena de la traición, como la compra del campo de un alfarero por parte de Jeremías, que es luego como se llama el campo que compran los sacerdotes del Templo cuando, según el evangelista, Judas les devuelve el dinero, campo que se dedica a cementerio para extranjeros. Todos estos detalles tienen más posibilidades de ser referencias teológicas que verdades históricas. Quizás Mateo lo que realmente esté diciendo es que la muerte de Jesús es un rescate, una liberación, como la de un esclavo. Y quizás el uso del Campo del Alfarero para enterrar a extranjeros lo que signifique sea que el cristianismo no solo acoge a judíos, sino a gentes de todos los pueblos. Son conclusiones que no dejan de ser meras hipótesis. Quizás la coincidencia de tres referencias bíblicas a una misma cantidad de monedas de plata (Mt, Ex y Za) sea una simple casualidad, pero en la Biblia hay pocas casualidades.

 

Respecto a la muerte de Judas, nos han llegado dos versiones: Mateo dice que se ahorcó, y Lucas, en Hch 1, 17-18, dice que, con las monedas de plata, el mismo Judas compró un campo, se subió a una especie de risco y se arrojó desde allí, esparciéndose sus entrañas por todo el terreno. ¿Cuál de las dos versiones es la real? Nunca lo sabremos.

 

Finalmente, también parece bastante inverosímil el hecho de que Jesús anunciase en la Última Cena que Judas, allí presente, le traicionaría, un hecho muy grave, y que, a pesar de ello, el resto de los discípulos siguiera cenando como si nada, sin decirle ni una palabra, sin ni siquiera un reproche. Todo ello sin contar que Jesús, como en otras muchas escenas, predice lo que le va a pasar, es decir, conoce su futuro. La Historia, a ese respecto, no tiene nada que decir porque conocer el futuro es un hecho acientífico. El conocimiento del futuro únicamente es posible si se es omnisciente, y eso sólo lo es Dios. Volvemos, pues, al terreno de la fe (Jesús es Dios) y nos alejamos del de la Historia

 

 

EL MONTE DE LOS OLIVOS

 

¿Qué hace Jesús cuando está en Jerusalén retirándose cada noche al Monte de los Olivos (Lc 21, 37-38), fuera de las murallas, teniendo que atravesar el gran cementerio que ocupa buena parte del Valle del Cedrón? Cualquiera que conozca Jerusalén sabe que el Monte de los Olivos es un lugar oscuro, probablemente peligroso en aquellos tiempos, y que está a 3 km de la ciudad. ¿Se reúne allí con sus discípulos para preparar la sublevación? ¿Le gusta, como a sus discípulos, dormir bajo las estrellas? ¿Se esconde en la oscuridad porque teme que lo detengan? Es posible, pero no lo parece, según Lc, puesto que cada día baja a predicar al Templo, a plena luz del día. Históricamente, es un hecho extraño. Sin referencias teológicas, sin conocer lo que el lugar significa para la religión judía, es un hecho difícil de entender. Nos podemos quedar en el primer nivel de lectura, la pura trama, sin preguntarnos por qué es así, pero nos perderemos lo realmente importante: el segundo nivel. El Monte de los Olivos es, simplemente, en la tradición judía y según las profecías, el lugar donde comenzará la era mesiánica, el lugar desde donde el Mesías partirá para instaurar el Reino de Dios en la tierra de Israel. El profeta Zacarías así lo dice: “Entonces saldrá el Señor y peleará contra aquellas naciones, como peleó en el día de la batalla. Y sus pies estarán en aquel día sobre el Monte de los Olivos, que está delante de Jerusalén, en el este” (Zac 14, 1-5). Es decir, que de nuevo el relato se hace extraño si atendemos a la Historia, a lo real, pero se vuelve nítido si lo analizamos desde la Teología, desde la relación entre Dios y los hombres. ¿Desde donde podía entrar Jesús, el Mesías, en Jerusalén para ser recibido y aclamado por la multitud como tal? Del Monte de los Olivos. ¿De dónde podía venir Jesús, el Mesías, para llevar a cabo la instauración del Reino de Dios? Del Monte de los Olivos. Volvemos a estar ante una escena en la que lo importante es el significado teológico. ¿Detuvieron a Jesús en el Monte de los Olivos? Puede que sí o puede que no, pero si el relato lo sitúa en ese lugar es porque lo que verdaderamente quiere decir es que Jesús es el Mesías y que su labor liberadora (redentora), su Pasión, empieza ahí, en el lugar donde se espera que el Mesías comience a instaurar el Reino, el lugar que menciona el profeta Zacarías. O puede también que Jesús hubiera hecho una lectura literal de la profecía de Zacarías y pretendiera iniciar su revuelta, su “batalla” “contra las naciones”, partiendo del Monte de los Olivos. Nunca lo sabremos.

 

El profeta Zacarías utiliza un lenguaje bélico, lenguaje, por otra parte muy común en el AT. ¿Tuvo el movimiento de Jesús algún tipo de contacto con la violencia, como ocurrió con otros movimientos y líderes mesiánicos de la época? El mesías que los evangelistas describen es un personaje en general pacífico, manso, que acepta su destino con resignación y que proclama la ley del amor como la más importante de todas. Sin embargo, cuando se analizan ciertas grietas de los textos, lo que asoma tiene un matiz algo distinto. Veamos algunos datos concretos. Como ya hemos dicho, al menos uno de los doce apóstoles, Simón el Zelote, debía de ser, por su sobrenombre, afín a la secta que creó Judas el Galileo, una secta que defendía y ejercía la violencia contra los romanos. Recordemos que tanto Judas como sus hijos murieron crucificados. En cuanto a Judas, el discípulo traidor, también es conocido como Iscariote. Su sobrenombre significa “el sicario”, es decir, el que porta una sica, un puñal mortífero que los rebeldes llevaban escondido bajo la ropa. Cuando en el monte de los Olivos vienen a detener a Jesús, los discípulos le preguntan: “¿Señor, herimos a espada?” (Lc 22, 49). ¿Significa eso que iban armados? Los ciudadanos comunes de Israel, como es lógico, no iban armados. Momentos antes, en el mismo evangelio, Jesús les dice: “Pues ahora, el que tenga bolsa que la tome, y lo mismo alforja, y el que no tenga que venda su manto y compre una espada (…) Porque lo mío toca a su fin. Ellos dijeron: Señor, aquí hay dos espadas. Él les dijo: Basta” (Lc 22, 36-38). Los evangelistas narran también cómo Pedro, durante la detención de Jesús, saca su espada y le corta la oreja a un siervo del Sumo Sacerdote, un tal Malco (Jn 18, 10). Cualquiera conoce también la escena de la expulsión violenta de los mercaderes del Templo (Mt 21, 12-13), cuando Jesús, látigo en mano, organiza un tumulto días antes de su detención, derribando los puestos de los cambistas y de los que vendían animales para los sacrificios. (Extrañamente, Jesús logra expulsarlos y ellos ni siquiera se defienden ante el ataque, aun siendo muchos). En definitiva, demasiadas referencias no precisamente pacíficas para unos textos que pretendían mostrar la imagen de un mesías manso y conciliador que predica el amor por encima de todo, incluso a los enemigos. A pesar de que todas estas escenas pudieran tener parte de Teología, la mayoría de los expertos considera que también contienen ciertos ecos históricos, y aplican para ello uno de los criterios para aprobar la historicidad de un dato concreto: el criterio de dificultad. Es decir, si pretendes construir la imagen de un Jesús manso y pacífico y narras este tipo de escenas, estás tirando piedras contra tu propia intención narrativa. Siempre que esto ocurre, lo narrado tiende a ser considerado un dato cierto, aunque haya sufrido ciertas transformaciones en la narración. En definitiva, es muy posible que Jesús y los suyos tuvieran algún tipo de contacto con la violencia como, por otra parte, era común en todos los que en aquellos tiempos se consideraron pretendientes mesiánicos. Es muy posible, incluso, que una de las acusaciones contra Jesús y los suyos fuera la de formar parte de un grupo armado.  El que luego los evangelistas lo presenten como un príncipe de la paz, como un cordero que no replica cuando es llevado al matadero, tiene más que ver con la interpretación que ellos hicieron de la figura de Jesús a la luz de ciertas profecías, y, por supuesto, con el tipo de destinatario de los textos: los romanos. ¿Cómo iban a aceptar los romanos como dios a un rebelde contra el Imperio y sus instituciones? Había que atenuar ciertos elementos de la realidad para no provocar rechazo.

 

Finalmente, hay que señalar que carece de verosimilitud el que Jesús arremetiera contra los mercaderes del Templo, y que es muy posible que el altercado tuviera otros motivos por los cuales pudo precipitarse su detención. El Templo de Jerusalén no era un lugar como nuestras iglesias, donde reinan el silencio y el respeto. Se trataba de un templo bullicioso de tipo sacrificial, con cientos de personas que llegaban de todos lados para ofrecerle a Dios sacrificios de animales, especialmente durante la Pascua. Muchos judíos acudían desde muy lejos y no podían traer con ellos los animales; tenían que comprarlos en el Templo. Eran muchos los que llegaban de otras tierras, con otras monedas y, para comprar los animales, tenían que cambiarlas por las monedas locales. Es decir, que hubiera mercaderes y cambistas era consustancial al Templo de Jerusalén. No era motivo para que Jesús arremetiese contra ellos. No tiene sentido en el contexto histórico. El motivo de la revuelta debió de ser otro, quizás más relacionado con la instauración del Reino, que era lo que Jesús predicaba y por lo que finalmente fue condenado a muerte. O quizás, simplemente, los evangelistas, que escriben después de la destrucción del Templo en el año 70, consideran que en sus nuevas celebraciones como cristianos no tienen sentido los sacrificios de animales y condenan todo lo que tiene que ver con el Templo, e inventan para ello la escena del enfrentamiento de Jesús con los mercaderes que colaboran en los sacrificios animales. Lo más probable es que nunca sepamos con certeza lo que realmente ocurrió aquel día, si es que ocurrió algo. Quizás se trate simplemente de un dato teológico que proclama la invalidez de los sacrificios animales porque el único sacrificio válido para los cristianos, a partir de la crucifixión, es el de Jesús en la cruz.

 

 

EL PROCESO Y LA CONDENA

 

La narración del proceso judicial que conduce a la condena es, para cada evangelista, diferente, aunque en lo básico todos mantienen el mismo esquema. Todos narran que ante quien primero declara Jesús es ante las autoridades judías: para Mc, Mt y Lc, es el Sanedrín, que era el órgano judío que ejercía la autoridad religiosa y que estaba compuesto por un mínimo de 23 ancianos y un máximo de 71; para Jn, a Jesús lo llevan primero a casa de Anás, yerno de Caifás, y luego a la casa de este, que era el Sumo Sacerdote. Jn no narra ningún juicio ante el Sanedrín. Una vez acusado de blasfemo, a Jesús lo llevan ante Pilato, quien, aunque no está convencido de que Jesús merezca morir, acaba mandándole crucificar porque la multitud se lo pide, la misma multitud que días antes lo recibía jubilosa y que, sin que nada nuevo mediase, pareció cambiar de opinión. Lc introduce la comparecencia ante el rey Herodes, omitida por los otros evangelistas. Todo ello ocurre de madrugada. Pilato acaba por hacerle caso al pueblo, que le pide que, en lugar de a Jesús, libere a un tal Barrabás. Entremedias hay burlas y otros actos de maltrato. Lo único que declara Jesús, que se mantiene en silencio durante la mayor parte de los interrogatorios, es que es Hijo de Dios y, cuando Pilato le pregunta si es el rey de los judíos, él dice que sí. Jesús, finalmente, es condenado por el prefecto a morir crucificado. Los relatos exoneran, mediante la escena del lavatorio de manos, a Pilato de la responsabilidad última de la condena, que recae sobre los judíos (“Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos”, se dice en Mt 27, 22-25), algo que a lo largo de la historia supondrá la constante acusación de deicidio contra el pueblo judío, que acarreará violentas corrientes de antisemitismo, incluso hasta el siglo XX. La exoneración de responsabilidad de Pilato sobre la muerte de Jesús y las leyendas que de él se cuentan en el apócrifo de las Actas de Pilato llevó a la Iglesia ortodoxa etíope, por ejemplo, a hacerlo santo, igual que a su esposa.

 

El relato, desde un punto de vista histórico, presenta varios problemas tal y como está construido. Señalemos solo algunos de los más evidentes: resulta muy extraño que el Sanedrín se reuniera de madrugada, nada más detener a Jesús. Había que hacer primero una convocatoria, avisar a los testigos para la vista, preparar el lugar, etc. También es inverosímil que la máxima autoridad romana, Pilato, y un rey, Herodes Antipas, aceptasen ver a un reo a altísimas horas de la madrugada (el juicio del Sanedrín se debió de alargar porque, según la narración, fueron muchos los testigos que declararon). Para Jn, sin embargo, no hubo juicio del Sanedrín, que era el único órgano judío que podía juzgar a Jesús. Que solo Lc cuente la visita a Herodes es también extraño. Que Pilato condenara a muerte a Jesús tras una especie de consulta al pueblo, que se debió de enterar muy rápido de la detención de Jesús y se fue para el pretorio, es también un hecho inverosímil si se tienen en cuenta tanto el Derecho Romano como el autoritarismo de Pilato y el tipo de delito del que se acusaba a Jesús. No es plausible que el propio pueblo oprimido pidiera que se crucificase a uno de los suyos, a alguien que pretendía, de alguna manera, liberarlo. Y, finalmente, todos los historiadores especializados y las autoridades religiosas judías, niegan que en algún momento de la Historia haya existido en Israel una tradición según la cual un preso tuviera que ser liberado durante la Pascua. Además, tampoco sería creíble que Pilato liberara a Barrabás, quien posiblemente era un rebelde encarcelado por haber asaltado o matado a algún soldado. Solo con estos elementos, cualquier historiador actual pondría en duda la veracidad de los hechos tal y como los evangelistas los narran. Así pues, ocurre como en otras escenas: o estamos ante verdades teológicas o ante una deformación de la realidad según las necesidades apologéticas de los autores en el momento en el que escriben: finales del siglo I, Jerusalén y el Templo destruidos, la comunidad judeocristiana asesinada o desaparecida, necesidad de convertir a los paganos y claros síntomas de enfrentamientos entre judíos y cristianos, que tienen diferencias doctrinales cada vez mayores (por ello se les acusa constantemente en los evangelios). Lo más probable es que se trate de una mezcla de las dos cosas. Por lo que conocemos del Imperio en general y de Israel en particular, y considerando la crucifixión de Jesús un hecho histórico ocurrido entre el año 26 y el 36, tiempo en que Pilato ejerció como prefecto de Israel, todo lo que podemos decir de los detalles del proceso y la condena son hipótesis o suposiciones razonadas, no hechos incontrovertibles. A saber: si hubo juicio, se tuvo que alargar durante un tiempo. El proceso pudo durar semanas o, incluso, meses. Pudo ser también un juicio sumarísimo rápido en el que no participaron ni el Sanedrín ni Herodes. La condena fue una condena del Imperio. La crucifixión era un tipo de ejecución extrema destinada, con raras excepciones, solo a esclavos y a rebeldes políticos. Los judíos no crucificaban a sus reos; los lapidaban. Poncio Pilato es conocido en fuentes extrabíblicas como un hombre cruel que no tiene reparos en condenar duramente cualquier indicio de traición contra Roma o a cualquiera que atente contra la seguridad del Imperio. Jesús, con toda probabilidad, fue condenado por sedición, por pretender la liberación de Israel del poder romano e intentar establecer un reino independiente gobernado por Yahveh a través de un mesías-rey que, de haber triunfado su movimiento, podría haber sido él mismo. Para el poder romano, Jesús debía de ser una especie de agitador peligroso, líder de un grupo armado, como habían sido otros hombres de su tiempo, condenados también a muerte de cruz o asesinados en medio de la revuelta que provocaron, como es el caso de Teudas, uno de los mesías mencionado en Hch 5, 36-37, muerto al lado del Jordán junto a sus 400 seguidores mientras esperaban que las aguas se abrieran, como en el relato del Mar Rojo.

 

 

CAMINO DEL CALVARIO, CRUCIFIXIÓN Y MUERTE

 

La crucifixión era conocida por los romanos como “mors agravata”, es decir, una muerte aún más grave que la propia muerte. No se trataba solo de que el reo muriera, sino de que, para servir de escarmiento, agonizara lentamente, a la vista de todos, completamente desnudo y entre espantosos dolores. La crucifixión tenía como fin eliminar toda posible dignidad y honor del crucificado. Era precedida, por lo general, de tortura, normalmente flagelación, que dejaba exhausto y medio muerto al reo. A veces se abandonaba al condenado en manos de los soldados para que se divirtieran humillándolo y torturándolo. A ello corresponde la parte de la narración evangélica en la que la soldadesca le coloca a Jesús los atributos propios de un rey, pero a modo de burla: una corona, pero de espinas, una túnica púrpura, como la de la realeza y, en lugar de un cetro, una caña, con la que se dice que también le golpearon. No sabemos si esto ocurrió en realidad porque, evidentemente, no hubo testigos que lo narraran. Lo que sí que se sabe es que en ocasiones los soldados cogían a algún esclavo, “jugaban” con él y acababan matándolo. Durante la dolorosa sesión de latigazos, los condenados perdían mucha sangre y quedaban sin fuerzas. De camino al lugar de la ejecución, podían ser objeto de burlas o de maltrato y les colgaban al cuello un cartel en el que estaba escrito el delito del que se les acusaba; en el caso de Jesús, posiblemente escribieron “Rey de los judíos”, cartel que luego también se ponía en la cruz. Los condenados no cargaban con la cruz entera, sino únicamente con el palo trasversal, el llamado patibulum, que luego se colocaba, una vez clavado el reo, en lo alto del palo vertical, el stipes, que estaba fijo en el lugar de la ejecución y que se utilizaba para otras crucifixiones. No hubo una cruz destinada especialmente a Jesús. Camino del Calvario, Mc, Mt y Lc mencionan a un tal Simón de Cirene, al que obligan los soldados a llevar el madero porque Jesús, malherido, ya no tenía fuerzas. La mayoría de los historiadores consideran cierto el dato, precisamente porque carece de connotaciones teológicas. Otro de los personajes comunes de la Semana Santa, la conocida como Verónica, es un personaje que aparece en uno de los evangelios apócrifos, el de Nicodemo, escrito en el siglo IV. El personaje no comienza a conocerse hasta el siglo VII y hasta el siglo XV no entra en el viacrucis. Forma parte de una leyenda piadosa muy tardía y ningún historiador la considera un personaje histórico. Una vez llegados al Gólgota, que se encontraba fuera de las murallas de Jerusalén, los reos eran crucificados. Las cruces tenían, por lo general, forma de T. Los crucificados, dependiendo del estado físico en el que quedaran tras la tortura, podían pasarse varias horas o varios días clavados, hasta que morían, normalmente por asfixia, por septicemia o por infarto, debido al sufrimiento y la tensión extremos. Cuando se deseaba que murieran rápidamente, se les rompían los huesos de las piernas con el fin de que no pudieran apoyarse en los clavos de los pies para erguirse y seguir respirando. Los clavos no atravesaban las manos, como se suele representar a Jesús, sino las muñecas, entre el cúbito y el radio, para que los reos no se desgarraran y cayeran al suelo. Los pies solían clavarse atravesando los huesos del talón y no en la parte frontal de la cruz sino en los laterales del stipes, uno a cada lado. En ocasiones, los cuerpos de los crucificados, vivos o muertos, quedaban colgados durante días y eran atacados por aves u otros animales salvajes. Y lo más común era, como humillación y deshumanización definitiva, que a los crucificados no se les diera sepultura, sino que, una vez descolgados, se les arrojaba a una fosa común que solía haber en el lugar de las ejecuciones. Si el montículo donde crucificaron a Jesús se llamaba Calvario o Gólgota, que significa lugar de las calaveras, no era por casualidad, sino porque las calaveras debían de estar a la vista, en esa especie de barranco o fosa común. En el caso de los líderes rebeldes, la privación del derecho a una tumba tenía, además, la finalidad de que no existiera un lugar al que los posibles seguidores del crucificado pudieran peregrinar. Se trataba de borrar toda posible memoria del condenado. Por todo ello, y no solo por la dolorosa muerte en sí, la crucifixión era considerada “mors agravata”.

 

Por supuesto, los crucificados eran custodiados por soldados y no se permitía que nadie se acercara a ellos. Los familiares y los amigos no estaban, lógicamente, presentes en la ejecución, como normalmente no han estado a lo largo de la historia. Primero, por el sufrimiento que les supondría el espectáculo, y segundo porque corrían el riesgo, en el caso de líderes político-religiosos como Jesús, de ser capturados ellos también. No a otra cosa se deben las negaciones de Pedro y la desbandada de los discípulos.

 

La de Jesús fue posiblemente una crucifixión colectiva, como otras muchas, aunque los crucificados con él no eran, con toda seguridad, ladrones, como han pasado a la tradición. A los ladrones no se les condenaba a muerte de cruz. Los evangelistas hablan de salteadores o de malhechores, la misma palabra que aparece en la profecía de Isaías (“Será contado entre los malhechores”), aunque muy probablemente se tratara de hombres acusados de delitos similares a los atribuidos a Jesús. Solo Lucas habla del buen y el mal ladrón. En los otros evangelios se afirma que ambos condenados lo injuriaban. En cuanto a la presencia al pie de la cruz de María, la madre de Jesús, del apóstol Juan y de otras mujeres, el dato es mencionado únicamente en el cuarto evangelio. En los otros tres se dice que las mujeres, entre las que no se cita a su madre, miraban desde lejos, un hecho mucho más probable. Como ya hemos dicho, casi todos los detalles de la escena (las palabras de Jesús, las burlas por no poderse salvar a sí mismo, la lanzada, el vinagre, el reparto de las vestiduras, el sorteo de la túnica, el que no se le rompieran los huesos, etc.) tienen como referencia o coinciden con antiguas profecías o narraciones de diferentes libros del AT, lo que hace suponer que, más que de detalles históricos, se trata de realidades teológicas introducidas en el relato años después de la crucifixión, con la finalidad de decir que aquella muerte ya había sido anunciada por los profetas y prevista por Dios en su plan de salvación.

 

Respecto a la fecha y el día de la semana de la crucifixión, se han propuesto numerosas teorías a lo largo del tiempo. Los evangelistas coinciden en que lo crucificaron un viernes, que ha sido siempre la teoría más aceptada por los cristianos. Sin embargo, los historiadores judíos rechazan de plano esa posibilidad, especialmente si se trataba del viernes anterior al primer día de Pascua, que era sábado. Por cuestiones relacionadas con las leyes de pureza, niegan que el llamado día de la Preparación pudiera crucificarse a alguien en el Israel de entonces sin que hubiera supuesto un serio enfrentamiento entre las autoridades judías y las romanas, enfrentamiento que no tuvo lugar. Así mismo, es extraño que crucificaran a Jesús sólo unas horas antes de la llegada del sábado. Según los sinópticos, Jesús fue crucificado a la hora tercia, es decir, a las nueve de la mañana. Según Jn, a la hora sexta, al mediodía, y todos coinciden en que murió a la hora nona, a las tres de la tarde. Dado que la crucifixión era una castigo destinado, entre otras cosas, a servir de advertencia y escarmiento a quienes intentasen cometer un delito semejante, y ello significaba que los reos colgasen de la cruz durante largas horas para ser vistos, no parece probable que la crucifixión se llevara a cabo tan poco tiempo antes del sábado, que para los judíos comenzaba entre las cinco y las seis de la tarde del día anterior, nuestro viernes. El sábado estaba prohibido, según la ley judía, que nadie colgara del madero, así que, si fue así, hubo que descolgar a los crucificados a toda prisa. Todo resulta excesivamente apresurado. Se puede concluir que, igual que no se conoce la fecha exacta del nacimiento de Jesús (solo se puede afirmar que nació antes del año 4 a. C., ya que lo que sí sabemos es que su nacimiento tuvo lugar durante el reinado de Herodes el Grande, que murió en el 4 a. C.), es difícil conocer la fecha exacta de su muerte. En primer lugar porque transcurre mucho tiempo entre la crucifixión y el momento en que la narran los evangelistas y, en segundo lugar, porque hay muchísimos datos manipulados por los narradores por motivos de índole teológica. Lo esencial, que es el hecho mismo de la crucifixión, independientemente de cuándo tuviera lugar y en qué circunstancias, es algo que la práctica totalidad de los expertos defiende como un hecho histórico sin el cual no habría nacido la nueva religión.

 

También es posible que la hora y el día de la crucifixión, tal y como se narran en los evangelios, sean verdades teológicas y no históricas. Jesús muere justo el mismo día (el 14 de Nisán) y a la misma hora (la hora nona, las tres de la tarde) en que se comenzaban a sacrificar los corderos para la cena de Pascua. ¿Se trata de una coincidencia casual o están definiendo los evangelistas a Jesús como el Cordero de Dios, el sacrificado en beneficio de todos, y por ello narran la escena con esa cronología?

 

En cuanto a la sepultura de Jesús, también existe controversia histórica al respecto. Puede que con él se hiciera una excepción y se lo sepultara en una tumba individual, como narran los evangelios, en un sepulcro nuevo propiedad de un tal José de Arimatea, un saduceo rico, miembro del Sanedrín, del que se dice que admiraba a Jesús en secreto y que, según los textos, le pidió el cuerpo a Pilato para llevarlo a un sepulcro que había comprado para él y su familia, y que estaba situado muy cerca del lugar de la crucifixión. Pero sepultar a los crucificados, como se sabe, no era lo común, y menos en una tumba individual. Formaba parte del castigo y del escarmiento. El relato, muy breve, presenta algún dato que les chirría a los historiadores. Es poco creíble que un hombre rico y miembro del Sanedrín declarara ante Pilato su simpatía o su compasión por un hombre condenado por sedición como para pedirle el cuerpo y sepultarlo. Ello era peligroso. Y es extraño también que alguien adinerado y miembro de la clase dirigente hubiera comprado una tumba para él y su familia justo al lado de los enclaves más impuros de Jerusalén: el lugar de las crucifixiones y la fosa común donde se arrojaba a los crucificados. La tradición mantiene esa cercanía de los dos lugares, el de la crucifixión y el de la tumba, en la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén (no hay más de 30 metros entre uno y otro lugar), pero es un dato difícil de sostener desde un punto de vista meramente histórico. Hay, por último, historiadores judíos que han investigado la figura de José de Arimatea y que han llegado a la conclusión, basándose en antiguos documentos del judaísmo, de que fue un personaje que realmente existió, pero que no era ni rico ni miembro del Sanedrín, sino una especie de juez de tercera clase, un funcionario encargado de dar sepultura a los cadáveres que nadie reclamaba, probablemente en una fosa común. La investigación histórica sobre este u otro acontecimiento relacionado con la vida de Jesús sigue abierta. De hecho, Jesús de Nazaret sigue siendo el personaje histórico sobre el que más se ha escrito en la Historia y sobre el que más investigadores siguen trabajando y escribiendo en la actualidad.

 

La escena del sepulcro vacío, en la que se cuenta que María Magdalena y otras mujeres van la mañana del domingo a embalsamar el cuerpo de Jesús y descubren que ha desaparecido, es la frontera que un historiador no puede traspasar. A partir de ese momento, todo lo que se narra (la resurrección, la presencia de uno o más ángeles, las numerosas apariciones de Jesús y su ascensión al cielo) solo puede ser tratado desde la fe, no desde la Historia. La Historia, como ciencia, únicamente puede afirmar, como ya hemos dicho, que, desde muy pronto, los primeros seguidores de Jesús tuvieron la certeza, quizás por la interpretación que hicieron de los hechos a la luz de sus sagradas escrituras, quizás por una experiencia íntima o colectiva, o por cualquier otro motivo, de que Jesús estaba vivo, de que había resucitado, y así se lanzaron a predicarlo ardientemente. Pero esa es una realidad en la que es preciso creer, no un hecho demostrable históricamente, porque entonces dejaría de ser necesaria la fe. Y la fe es imprescindible para ser cristiano, como repite incesantemente en sus epístolas el que para muchos es el gran fundador del cristianismo, Pablo de Tarso. Al menos del cristianismo que le ganó la batalla doctrinal al resto de cristianismos de los primeros tiempos, todos ellos desaparecidos en el túnel de la Historia, el cristianismo del que proceden todas las Iglesias cristianas que existen en la actualidad.

 



 

 

 

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