EL RELATO DE LA PASIÓN
José Luis Corrales
CONSIDERACIONES PREVIAS PARA LEER LA BIBLIA
Para entender
adecuadamente el relato -o, mas bien, los relatos- de los últimos días de Jesús
de Nazaret son necesarias algunas consideraciones previas que hoy en día
manejan la práctica totalidad de académicos e investigadores sobre el tema, ya
sean historiadores, filólogos o teólogos de las distintas iglesias cristianas y
del judaísmo. A saber:
1)
Entender la Biblia al pie de la letra, tanto los
libros del Antiguo Testamento (AT) como los del Nuevo (NT), es no entender
absolutamente nada de lo que sus autores quisieron decir. Significa, además, un
total desconocimiento sobre cómo se escribía en la antigüedad, sobre la
especificidad estilística de los textos religiosos, sobre los distintos géneros
literarios que utilizaban los autores y sobre cuál era el fin último de la
escritura de cada uno de ellos. E implica, por supuesto, aceptar, sin el más
mínimo espíritu crítico, las numerosas incongruencias y contradicciones
científicas, históricas y narrativas que aparecen en los escritos.
2)
Los autores de la Biblia no concebían la
Historia tal y como la concebimos en el presente. No se trataba únicamente de la
narración objetiva de unos hechos del pasado. La Historia era, para ellos, la
Historia de la salvación, un añadido que lo cambia todo y que tiñe la realidad
de una subjetividad basada en la firme creencia en lo sobrenatural y en la
interacción entre Dios y los hombres. Ello condiciona sobremanera tanto la narración
como la interpretación de cualquier acontecimiento histórico, transformándolo y
dotándolo de unas características generalmente legendarias o míticas y, por
tanto, de un sentido nuevo. Veamos dos ejemplos, uno del AT y otro del NT:
a.
La huida de Egipto a través de una zona
pantanosa de un grupo de esclavos judíos (un hecho probablemente real que
podría haber ocurrido a mediados del segundo milenio a. C.) se convirtió en la
tradición judía en el relato de Moisés abriendo con su vara las aguas del Mar
Rojo para que lo atravesara toda la nación guiada por él, tal y como se cuenta
en el Libro del Éxodo.
b.
La crucifixión de un hombre condenado a muerte
por el poder romano fue para sus seguidores -y entre ellos para los que
narraron por escrito aquellos hechos- un acto salvífico universal propiciado
por el mismo Dios durante el cual, además, ocurrieron grandes prodigios: la
Tierra se oscureció y tembló, el velo del Templo se rasgó y muchos muertos
resucitaron (Mateo 27, 51-53).
Estudiar ambas narraciones con los mismos criterios de historicidad con
los que se estudian hoy en día la conquista de América o la Revolución Rusa
significa desconocer el modo en que los antiguos judíos interpretaban y
narraban su propia historia y, por tanto, la intención original de los textos.
3)
Diferencias entre verdad histórica y verdad
teológica. La verdad histórica está íntimamente ligada a los conceptos de
objetividad, verosimilitud científica y verificabilidad, o, en su defecto,
hipótesis razonada y razonable sobre unos datos concretos. Una verdad teológica,
por el contrario, es una afirmación basada en la interpretación de una
determinada realidad (histórica, moral, psicológica o científica) desde la
creencia en uno o más seres sobrenaturales cuya existencia y actos no pueden
ser demostrados y a los que solo se puede acceder mediante la fe. Verdades
históricas son: Herodes el Grande murió en el año 4 a. C.; la primera Cruzada
fue instigada por el papa Urbano II; Jerusalén fue destruida por Tito en el año
70. Verdades teológicas son: Dios creó el mundo en seis días; Dios entregó a la
muerte a su propio hijo para salvar a la humanidad; Mahoma es el mensajero de
Dios.
4)
Diferencias entre el lenguaje del ensayo
(filosófico, histórico, científico…) y el lenguaje del relato (literario o mítico).
En el primero de ellos solo existe un nivel de interpretación, el literal: la
luz viaja a 300.000 km por segundo; Julio César conquistó la Galia; el hombre
es un ser racional… En ninguna de las tres frases hay algo que vaya más allá de
lo que explícitamente se dice. En el segundo tipo de lenguaje, el literario y
el mítico, existen dos niveles de interpretación: lo que nos cuentan y lo que
nos dicen con lo que nos cuentan. Por ejemplo, la novela “Cumbres Borrascosas”,
de Emily Brontë, narra la trágica relación de unos personajes enamorados y la
historia de venganza de uno de ellos. Lo que los personajes hacen y dicen en un
espacio y un tiempo concretos y el modo en que sus vidas evolucionan (es decir,
la pura trama) constituiría el primer nivel de lectura. Pero eso no es lo
importante. Lo fundamental de la novela es la idea que la autora desea expresar
a través de esa trama, que es en lo que consiste el segundo nivel de lectura. A
saber: el amor es una poderosa fuerza de la naturaleza capaz de destruirnos, una
idea fundamental del Romanticismo. Otro ejemplo, esta vez bíblico: el relato de
los Reyes Magos. Primer nivel de lectura: tres reyes vienen de Oriente para
rendir honores a Jesús y le regalan oro, incienso y mirra. Leer únicamente eso
es no entender lo que Mateo, el único evangelista que menciona a los Magos, deseaba
realmente transmitir con ello: que Jesús es el Mesías-rey (el oro se les regalaba
a los reyes), que es Dios (el incienso se le ofrecía a los dioses) y que a la
vez es hombre (con la mirra se embalsamaba a los hombres cuando morían). En ese
brevísimo y profundo relato, propio de un gran narrador, está concentrada la
naturaleza de lo que para Mateo era Jesús. Que la escena fuera un hecho
histórico, algo nada probable, o un relato literario no era lo realmente
importante. Lo importante era el segundo nivel, la idea que el evangelista
deseaba transmitir con esos elementos narrativos: la mesianidad y la naturaleza
a la vez divina y humana de Jesús.
5)
La gran mayoría de los historiadores, filólogos y
teólogos consideran que los evangelios no son exactamente libros de Historia, aunque
tengan una base y un fondo históricos. Son, por el contrario, libros religiosos,
llenos de verdades teológicas, escritos para la liturgia de las primeras
comunidades, para la propaganda de la nueva fe y para la transmisión -eso sí,
en forma de relato histórico- de determinadas ideas religiosas. Flaco favor se
le hace a la esencia de la fe cristiana si esa fe, en pleno siglo XXI, consiste
en creer que, en el siglo I, la orilla oriental del Mediterráneo era una
especie de burbuja mágica donde durante unos años vivieron personas para las
que no regían las leyes de la naturaleza, que secaban higueras con solo
maldecirlas (Mc 11, 12-14), que curaban enfermos cuando su sombra pasaba sobre
ellos (Hch 5, 12-15), que los muertos volvían literalmente a la vida (Mc 5,
22-24) o que se hablaba con ángeles y demonios (Mt 4, 1-11) como quien habla
con un vecino. Quien haga esa interpretación de los textos sólo habrá llegado al
primer nivel de lectura, el literal, el de la mera trama, no al del sentido.
A pesar de no tratarse de libros de
Historia, se pueden inferir de ellos muchísimos datos históricos y afirmar con
un alto nivel de certeza cuáles son reales y cuáles no. Son varios los
criterios científicos de historicidad que emplean los eruditos en la búsqueda
del Jesús de la Historia. De ellos ya hablamos en la conferencia sobre los
orígenes del cristianismo.
6)
Si nos referimos específicamente al protagonista
de los relatos, hay que decir que no se comprenderán los evangelios, al menos
desde un punto de vista histórico, si confundimos los dos personajes que se
superponen en los textos: el Jesús histórico y el Cristo de la fe. Es decir,
Jesús y Jesucristo. El primero es el hombre que realmente existió y al que, a
los historiadores, los críticos y los filólogos muchas veces les cuesta
encontrar en las narraciones. El segundo es la interpretación que hacen los autores
evangélicos del primero, es decir: el Hijo de Dios, el Mesías universal, o Dios
mismo en el caso de Jn. Los evangelios, que hablan principalmente del segundo,
de Jesucristo, dejan entrever datos del primero, Jesús, al que podemos acceder
tras un complicado proceso de investigación y depuración histórica y filológica.
Durante diecinueve siglos, la Iglesia ha sostenido que ambos personajes eran el
mismo, que los evangelios narraban punto por punto la vida de Jesús, del mismo
modo que sostenía que eran reales e históricos todos los hechos narrados en el
AT. Por contradecir esa creencia, como se sabe, fueron acusados o condenados
hombres como Galileo, Giordano Bruno, Copérnico, Darwin, Newton, Descartes o
Miguel Servet, cuyas teorías nadie pone en duda hoy en día. Desde que se vienen
aplicando a los estudios bíblicos, y especialmente a la investigación sobre
Jesús, los criterios del llamado método histórico-crítico, que diferencia
claramente a Jesús de Jesucristo, y que también condenó la Iglesia en un
principio, nadie que no sea un cristiano acrítico y acientífico sostiene la tesis
de la literalidad, una tesis defendida únicamente por grupos católicos
ultraconservadores, Testigos de Jehová o ciertas iglesias evangélicas, sobre
todo americanas.
7)
Un apunte final: los conceptos de verdad y
mentira no son conceptos que puedan aplicarse ni al arte ni a la religión del
mismo modo en que se aplican a las ciencias y, por tanto, a la Historia. A
nadie se le ocurre despreciar el cuadro de Las Tres Gracias de Rubens, El Nacimiento
de Venus de Botticelli o el relato de Edipo Rey porque reflejen una realidad
ficticia o mítica. Tampoco lo primero que se nos viene a la mente es la palabra
“falso” cuando contemplamos el Cristo de Velázquez, aun sabiendo que un
crucificado real no tenía ni esa pulcritud ni esa expresión de serenidad ni ese
paño de pureza. En los ejemplos citados interpretamos las obras en clave distinta
de la que usamos en el estudio de la Historia. En los tres primeros no existe
una base histórica; en el caso del cuadro de Velázquez sí que la hay, pero está
radicalmente transformada. Ello no le resta ningún valor porque la intención de
Velázquez al pintarlo no era la de representar fielmente un hecho histórico, como
no lo era la de los artistas renacentistas cuando pintaban una escena de la
Pasión con personajes vestidos como en el siglo XV. Ni eran ignorantes ni
mentían. Simplemente se movían en un plano diferente del de la Historia.
LOS AUTORES DE LOS RELATOS
¿Quiénes
narran la historia de la Pasión? Los autores de los cuatro evangelios canónicos
(Mt, Mc, Lc y Jn), con algunas diferencias entre sus relatos, y varios de los
evangelios llamados apócrifos, como el de Pedro, el de Nicodemo, el de
Bartolomé, los del llamado “ciclo de Pilato” o la Declaración de José de
Arimatea. No hay autores fuera del cristianismo que cuenten cómo sucedieron los
hechos. Los únicos testimonios no cristianos, los de los historiadores Flavio
Josefo, Tácito, Plinio el Joven y Suetonio, se limitan a mencionar de refilón,
en una simple frase, que Jesús fue ajusticiado durante el reinado de Tiberio y
la prefectura en Judea de Poncio Pilato. Flavio Josefo lo menciona al narrar la
muerte de Santiago, el hermano de Jesús, y los otros se refieren a él para
decir que sus seguidores, los cristianos, son culpables de ciertos disturbios. Nunca
es el protagonista del breve fragmento en el que aparece su nombre y ninguno se
refiere a él como Jesús, sino como Cristo (Suetonio lo llama Cresto).
El primero de los
evangelios, el que inaugura el género, es el de Marcos, aunque se sabe que para
su redacción final debió de utilizar algunas fuentes fragmentarias anteriores
que circulaban entre las primeras comunidades (dichos sueltos de Jesús, relatos
de milagros, el breve apocalipsis del capítulo 13…). También se sabe que la
segunda parte del último capítulo, desde Mc 16, 9 hasta el final, donde se
narran las apariciones y la ascensión, fue añadido posteriormente por un autor
anónimo que consideró no apropiado que el texto original acabara con la escena
de la tumba vacía. Marcos les da unidad narrativa a sus fuentes y, sobre todo,
escribe el primer relato de la Pasión, que es su gran aportación al
cristianismo. Redacta su evangelio sobre el año 70, dos generaciones después de
la muerte de Jesús. Mateo y Lucas lo hacen en la década de los 80 y Juan a
finales del siglo I. Los apócrifos son mucho más tardíos: se escriben, en su
mayoría, entre el siglo II y el siglo IV y están repletos de exageraciones,
leyendas piadosas y ciertos conceptos teológicos no aceptados por la Iglesia.
De ellos nos han llegado figuras tan populares como la Verónica, los nombres de
quienes fueron crucificados con Jesús, Gestas y Dimas, y el del soldado que lo
atravesó con la lanza, Longinos. También tienen su origen en los apócrifos,
aunque la Iglesia se refiere a ello como “la tradición”, los nombres y la
historia de los abuelos de Jesús, Joaquín y Ana. Se mencionan por vez primera
en el conocido como Protoevangelio de Santiago (“el hermano del Señor”, según
la Biblia, no el patrón de España), escrito sobre el año 150. Curiosamente y a
pesar de no aparecer en los evangelios canónicos, las imponentes esculturas de la
Verónica y Longinos, ocupan un lugar central en la Basílica de San Pedro de
Roma. Tanto los cuatro evangelistas canónicos como los autores de los apócrifos
son, evidentemente, apologetas cristianos y creen firmemente en que Jesús es un
ser divino que ha vencido a la muerte. Sus textos han se ser estudiados muy
cuidadosamente desde el punto de vista histórico precisamente por eso, porque
son el relato de hombres de fe y, por tanto, podrían estar más interesados en
la Teología que en la Historia. Ninguno de ellos fue, por otra parte, testigo
directo de lo que ocurrió, sino que vivieron, en el caso de los canónicos, dos
o tres generaciones después de Jesús y, en el de los apócrifos, muchas más.
Aunque casi todos están escritos bajo el nombre de personajes que tuvieron
trato con el Nazareno, sabemos que los verdaderos autores no se corresponden
con los personajes que dan nombre a sus obras. De los textos del NT solo
podemos estar absolutamente seguros de que su autor es quien dice ser en el
caso de Pablo de Tarso, pero tampoco de todas sus cartas. De las 14 epístolas atribuidas
a Pablo en el NT, únicamente 7 fueron escritas por él. Las otras 7 son de
discípulos suyos desconocidos.
LA PREDICACIÓN DE JESÚS
¿Qué predicaba
Jesús y por qué su predicación acabó en la tragedia de la crucifixión? Jesús,
como su maestro, Juan el Bautista, pertenece a la tradición de profetas
apocalípticos que anuncian la inminente venida del Reino de Dios. De esa venida
no sabemos casi nada porque ni Jesús ni los evangelistas nos lo explican; solo
sabemos que, según la tradición, Dios instauraría su reinado en la tierra de
Israel a través de un mesías o rey de la estirpe de David. Al igual que a
Jesús, al Bautista también le costó la vida su actividad. Otros hombres de
aquel tiempo, autoproclamados o considerados mesías por muchos, corrieron la
misma suerte. Tanto el NT como Flavio Josefo citan a varios, entre ellos el
fundador de los zelotes, Judas el Galileo, o un tal Teudas (Hch 5, 36-37),
personajes con distinta cronología según hablen de ellos Flavio Josefo o el
autor de Hch. Sabemos también, por documentos no cristianos, de la existencia
de otros mesías, como los conocidos por los sobrenombres de el Egipcio o el
Samaritano. Algunos judíos también consideraron a Simón Bar Kojba, el último
líder que dirigió la lucha contra Roma, una figura mesiánica. Su movimiento fue
derrotado, tras casi tres años de guerra, siendo emperador Adriano, en el año
135, lo que trajo consigo la total desaparición de Israel.
¿Durante
cuánto tiempo estuvo predicando Jesús? No lo sabemos con certeza. Según los evangelios sinópticos (Mt, Mc y Lc),
su vida pública duró, sin contar el tiempo que pasó con el Bautista, como mucho
un año, porque la primera vez que bajó de Galilea a Jerusalén para celebrar la
Pascua fue detenido y ejecutado. Según Juan, duró tres años. Su muerte, según este
evangelista, tuvo lugar la tercera Pascua que pasó en Jerusalén. Es solo una de
las muchas discrepancias entre los diferentes autores. La teoría sinóptica parece
la más verosímil. No es muy creíble que, predicando lo que predicaba, el poder
romano o Herodes mismo tardaran tres años en detenerlo. Hay que recordar que de
lo que se le acusaba era de un delito grave. Tanto, que conllevaba la pena
máxima y la más indigna.
Es preciso
decir también que en ningún momento Jesús pretendió fundar ninguna religión. Su
famosa frase “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” es una
frase anacrónica puesta por Mateo (Mt 16,18) en boca de Jesús y que ningún
investigador defiende como histórica. Jesús era un rabino piadoso y cumplidor
de la Ley. No sabemos si en algún momento se la saltó, como dicen los
evangelios, aunque es posible que, sin salirse de la ortodoxia, su predicación
tuviera ciertas peculiaridades que la hacían diferente de la de otros maestros
de su tiempo. Debió también de ejercer la sanación y practicar exorcismos, como
otra mucha gente de la época. Era probablemente afín al grupo de los fariseos,
una de las cuatro sectas que existían dentro del judaísmo de entonces: saduceos,
fariseos, zelotes y esenios. (Tras la destrucción de Jerusalén en el año 70 y
la desaparición de Israel años más tarde, solo sobrevivió el judaísmo de
tradición farisaica, el actual). La idea que tanto Jesús como sus coetáneos
tenían del Reino no era la misma que la que sus seguidores, los futuros
cristianos, predicaron varias generaciones después. El Reino, para maestros
como Jesús o Juan el Bautista, no era el Reino de los Cielos, un concepto que aparece
después de la crucifixión y que, por tanto, es cristiano y no judío. El Reino
que predicó Jesús era un Reino en la tierra de Israel y debía llegar de manera
inminente. Yahveh mismo, en una especie de teocracia, gobernaría a su pueblo a
través de un mesías, un rey libertador. Ningún otro tipo de reino cabía en la
cabeza de un judío de la época. Los judíos que lo escuchaban sabían que hablaba
de la inmediata restauración de Israel.
Es importante
conocer, al menos a grandes rasgos, la Historia de Israel para entender tanto
la idea del Reino que tenía Jesús, como su muerte, ya que la predicación del
Reino debió de jugar un papel esencial en su condena. Si la vida del pueblo
judío siempre ha estado llena de penurias y persecuciones desde el año 135 d.
C. hasta el Holocausto, antes del 135 no fue muy diferente. Israel era una
nación pequeña casi permanentemente ocupada y sometida por otros: Egipto, el Imperio
Asirio, el Imperio Persa, Alejandro Magno y sus sucesores y, finalmente, el
Imperio Romano desde el 62 a. C., año en que Pompeyo toma Jerusalén. Las
ocupaciones y las conquistas suponen con frecuencia sufrimiento para los
pueblos ocupados. Tal fue el caso de Israel, un pueblo con una identidad
nacional muy fuerte. Sólo en dos momentos de su historia, sin contar el actual,
Israel ha sido completamente independiente y dueño de su destino: en torno al
año 900 a. C., en los tiempos de David y Salomón, y tras la rebelión de los
Macabeos contra la dinastía seléucida, heredera de Alejandro Magno. Este
segundo periodo va del año 167 a. C., cuando comienza la revuelta de Judas
Macabeo y sus hermanos, hasta el 62 a. C., año en que Pompeyo entra en
Jerusalén. ¿Qué se esperaba del Mesías en aquellos tiempos? Que fuera un
segundo rey David, que restaurara el reino de Israel y que se rebelara contra
los impíos ocupantes para liberar a la nación, como hicieron los Macabeos con
su exitosa sublevación contra el rey helenista Antíoco IV Epífanes, que luego
fue narrada en dos libros bíblicos (I y II Macabeos).
En ese
ambiente de ocupación, impuestos que empobrecían a la población, esporádicas revueltas
y profanaciones del Templo es en el que transcurre la vida de Jesús, que tiene
unos 12 años cuando Judas el Galileo (un mesías fallido, como Lucas se refiere
a él en el discurso de Gamaliel de Hch 5, 37) lidera el asalto contra una
guarnición romana en Séforis, entonces capital de Galilea, a causa del censo de
Quirino, que pretendía aumentar los impuestos. Jesús debió de conocer esos
hechos, ya que Séforis distaba solo 7 kilómetros de Nazaret. Judas el Galileo, fundador
de la secta de los zelotes, que defendían que Yahveh era el único gobernante
legítimo de Israel y que se negaban a pagar los tributos a Roma, fue ejecutado,
probablemente en una cruz, como lo eran todos los sediciosos y los que suponían
un peligro para la seguridad del Imperio. Años más tarde, hacia el 46, sus
hijos corrieron la misma suerte y por el mismo motivo, según cuenta Flavio
Josefo. Unos veinte años después de la rebelión de Judas el Galileo, Jesús
contaría entre sus discípulos con algún miembro de esa secta. Uno de ellos,
Simón el Zelote, aparece con ese sobrenombre en la lista que hace Marcos de los
doce apóstoles (Mc 3, 13-19).
¿Por qué
predicar el Reino de Dios era peligroso? Porque, evidentemente, en ese reino terrenal,
gobernado por el Mesías y por Yahveh mismo, no cabían ni el emperador Tiberio,
ni el prefecto Poncio Pilato, ni los dioses paganos ni, por supuesto, las
legiones que Roma tenía en la zona. El Reino suponía la liberación de Israel
del yugo romano. Pero para Roma, pretender independizarse del Imperio era un grave
acto de sedición. Predicar el Reino era también peligroso para el rey Herodes, un
rey títere de Roma que no era ni de ascendencia davídica ni asmonea (las dos
únicas dinastías legítimas para Israel, la del rey David y la de los Macabeos).
El gobierno de un rey-mesías habría supuesto su inmediata destitución. Y era
peligroso, finalmente, para las autoridades religiosas judías del momento, los
saduceos, cómplices también de la ocupación romana y contentos con un sistema
que mantenía sus privilegios y su riqueza. Los evangelistas dulcificaron luego
la situación y dijeron que Jesús había sido ejecutado por blasfemia. Pero nunca
el poder romano habría crucificado a nadie por blasfemar, y menos contra un dios
extranjero. La crucifixión solo era un castigo infligido a los rebeldes
políticos, a los sediciosos y a los esclavos, jamás a los blasfemos. Únicamente
el poder político-religioso judío podría haber ajusticiado a Jesús por
blasfemo, como hicieron con Esteban en el año 34, o con Santiago, el hermano de
Jesús, en el 62. Pero los judíos no crucificaban, sino que lapidaban. Así que
la muerte de Jesús es el resultado de una sentencia que proviene directamente del
poder romano, y sus motivos más evidentes, siguiendo una lógica histórica, son
la predicación de un reino libre del yugo imperial y quizás la pretensión de
ser rey, si es que Jesús en algún momento se pensó a sí mismo como Mesías. Los
evangelistas, una vez muerto y divinizado Jesús, sustituirán el reino terrenal
que él predicaba por el Reino de los Cielos, que no suponía, evidentemente,
ningún peligro para el Imperio y sus ciudadanos, a quienes iba dirigida la
predicación evangélica. ¿Cómo iban a hablar de rebelión contra Roma quienes
pretendían conquistar para la causa cristiana a los romanos? Los cristianos
dejaron desde entonces de predicar el Reino terrenal que anunciaba Jesús y lo
colocaron en las alturas (“Mi reino no es de este mundo”, le hace decir a Jesús
el evangelista Juan), algo mucho menos comprometido políticamente. Nunca
sabremos si Jesús se consideró a sí mismo el Mesías que restauraría Israel
(muchos eruditos afirman que sí, sobre todo al final de su vida). Lo que sí
podemos afirmar es que quienes le condenaron a muerte sí consideraron que
aspiraba a ello. De hecho, eso decía el cartel que colgaron en lo alto de la
cruz: “Rey de los judíos”, un dato evangélico que, según los investigadores,
pasa los filtros de historicidad. Pero su muerte, a pesar de suponer una
advertencia para quienes intentaran algo parecido, no cambió mucho las cosas. Los
judíos siguieron sublevándose hasta que finalmente el emperador Adriano, entre
el 132 y el 135, harto de tanta insurrección (tres guerras abiertas en 60 años
y escaramuzas constantes), ordenó arrasar Israel y hacerlo desaparecer del mapa.
Sobre las ruinas de Jerusalén levantó una nueva ciudad llamada Aelia
Capitolina, de estructura completamente romana, y colocó allí como guarnición a
la Legio X Fretensis, que controlaba que ningún judío volviera a la ciudad.
Israel perdió todas sus estructuras político religiosas y pasó a ser llamada
provincia de Siria-Palestina. Israel no volvería a existir hasta el año 1948.
¿CÓMO OCURRIÓ TODO?
Son pocas las
certezas absolutas que tenemos sobre los acontecimientos de la Pasión. No hay
actas del juicio, no poseemos testimonios de testigos directos y no existen
rastros arqueológicos de ningún tipo. Todos los estudios serios sobre las
reliquias conservadas, desde el cáliz de la Última Cena hasta la sábana de
Turín, han demostrado que se trata de falsificaciones medievales. Solo nos han
llegado los relatos de sus seguidores, hombres de fe que escriben de 40 a 70
años después de los acontecimientos, de los que ninguno fue testigo. La única
certeza que tiene la práctica totalidad de los expertos es que Jesús fue
condenado por sedición bajo la prefectura de Poncio Pilato, y que murió
crucificado. Sin esa ignominiosa muerte, la religión cristiana no existiría. A
nadie se le habría ocurrido inventársela porque, en aquel tiempo, ser
crucificado era, con mucho, la peor carta de presentación de un personaje del
que se afirmaba que era divino. Sin esa muerte humillante tampoco habría
existido en sus discípulos la necesidad de preguntarse por el rotundo fracaso
que supuso la cruz y de reinterpretar tanto la figura como el mensaje de Jesús
a la luz de antiguos textos bíblicos que ellos consideraron profecías sobre su
maestro.
Tradicionalmente
se considera que la Pasión comienza con la entrada triunfal de Jesús en
Jerusalén y acaba con su muerte y resurrección. Desde un punto de vista
meramente histórico, que es el que manejamos aquí, solo podemos llegar hasta su
muerte. La resurrección, tal y como la narran los evangelistas, no puede ser
tratada como un acontecimiento histórico puesto que, además de transgredir
todas las leyes de la naturaleza y de la ciencia, es algo que pertenece al
mundo de la fe, como afirma Pablo de Tarso, el primer escritor del NT, que en
ningún momento cuenta cómo ocurrió. Así pues, a este respecto, desde la
Historia solo podemos afirmar que sus seguidores creyeron desde muy pronto que el
maestro había resucitado, que Dios mismo lo había justificado y librado del
abismo de la muerte.
Analizando los
textos, la primera y más evidente conclusión a la que se llega cuando se leen
los relatos de la Pasión, es que es imposible que todo sucediera en seis días,
de domingo a viernes, que es el día de la semana en el que todos los autores
dicen que murió Jesús: entrada en Jerusalén, visita a Betania, regreso a
Jerusalén, controversias con los sacerdotes, expulsión de los mercaderes del
Templo, numerosos discursos, varias curaciones, Última Cena, prendimiento,
juicio ante el Sanedrín (o visita a Anás y a Caifás, según Jn), vista ante Pilato,
luego ante Herodes (según Lc), regreso a Pilato, interrogatorios, presentación
ante el pueblo, tortura, crucifixión y muerte. Imposible que todo ello
sucediera en tan poco tiempo. No parece, pues, que estemos ante hechos narrados
con los criterios de historicidad que manejamos hoy en día, sino con los que se
manejaban en la Antigüedad, cuyo ideólogo era Aristóteles. Todo acontecimiento,
según el filósofo griego, debía ser narrado siguiendo los criterios de unidad
de acción, de espacio y de tiempo. No importaba no ser completamente fiel a la
realidad. Por ello los evangelistas narran como narran: toda la acción se
concentra en Jerusalén y en el transcurso de muy pocos días. Si nos fijamos, la
tradición cristiana de la Semana Santa continúa aplicando los mismos criterios aristotélicos:
concentración en seis días de lo que, en buena lógica, debió de suceder en
varias semanas o incluso en varios meses. A no ser que Jesús fuera detenido y
ejecutado inmediatamente tras un breve y atropellado juicio sumarísimo, todo el
proceso debió de llevar bastante más tiempo del que narran los evangelios. El
Derecho Romano, aunque no fuera tan garantista con los ciudadanos de los
pueblos ocupados como con los romanos mismos, tenía sus tiempos, que eran más
largos. Si el caso de Jesús fue o no fue una excepción, nunca lo sabremos, excepto
que algún día se encuentren las actas del juicio bajo las arenas del desierto, cosa
muy poco probable. Con la total destrucción que supusieron las tres Guerras
Judías, la poca importancia que los romanos de la época le concedieron a Jesús,
y el paso del tiempo, cualquier posible documento oficial sobre el juicio, si
es que hubo juicio, debió de desaparecer. Lo que sí es cierto es que es prácticamente
imposible que tanto la cronología de los relatos evangélicos como la
celebración de la Semana Santa se correspondan, al menos en lo referente al
tiempo, con la realidad histórica. Si bien esto es algo que carece de importancia,
sí que nos da cierta información sobre la manera de concebir y contar la
Historia de los antiguos, que no es la nuestra.
LA ENTRADA TRIUNFAL EN JERUSALÉN
Hay varios
aspectos en la construcción de esta escena que llaman la atención. Lo primero
es que la mención a las palmas y a las ramas de olivo, más que a la Pascua, que
se celebra en primavera, parece remitir, según muchos expertos, a la fiesta del
Sucot o de los Tabernáculos, que se celebra en otoño, una fiesta en la que las ramas
y los monumentos que los judíos hacen con ellas sirven para recordar los 40
años que Israel pasó en el desierto. Si nos atenemos a la literalidad del
relato, hay que decir que no era tan sencillo conseguir palmas en Jerusalén. El
palmeral más cercano se encuentra en Jericó, a unos 40 km. ¿Iban a emprender un
viaje de tres o cuatro días los jerosolimitanos, con los riesgos y gastos que
implicaba viajar, para recibir con palmas a un galileo probablemente poco
conocido en Jerusalén, ciudad a la que, según los evangelios sinópticos, era la
primera vez que bajaba? Es poco probable. A pesar de que Lc afirma que iba a
diario a predicar al Templo, hay indicios de que, en sus últimos días de vida, Jesús
se movía de manera clandestina, como se vislumbra en la narración de cómo entra,
días después, en Jerusalén para celebrar la cena de Pascua (Mc 14, 13-16).
Debía de ser arriesgado, por otra parte, salir a las calles a aclamar a alguien
que predicaba la restauración de Israel, con la cantidad de soldados que había
en la ciudad para la Pascua. Y resulta, por último, muy extraño, que solo unos
días después de ese recibimiento triunfal, esa misma gente le pidiera a Pilato
que lo crucificara sin que mediase nada que justificara tal cambio de actitud. El
relato se presenta, pues, algo problemático tanto desde un punto de vista cronológico
como de verosimilitud. Pero sucede algo más, que es muy importante para
entender mejor la escena, un hecho que contiene ciertas claves para una mejor
comprensión. Esto es lo que se dice en el libro del profeta Zacarías (Zac 9, 9),
escrito unos 500 años antes: “¡Alégrate, Sion! ¡Grita de alegría, Jerusalén!
Que viene a ti tu rey, justo y victorioso, humilde y montado en un asno, en una
cría de asna”. También la entrada triunfal y las ramas de palma se asemejan a
lo que se dice en 1 Macabeos 13, 51, libro escrito unos 100 años antes: “Y
entró en ella…, con aclamaciones y ramos de palma, con liras, címbalos y arpas,
con himnos y cantos…”. ¿Se referían, dadas las similitudes, a la entrada
triunfal de Jesús en Jerusalén unos autores que escribieron sus obras siglos
antes de que él naciera? ¿No estaremos, mas bien, ante una escena, como la de
los Reyes Magos, cuya base no es histórica, sino teológico-literaria, y cuya
intención última es decir que Jesús no es el Mesías guerrero que se esperaba,
sino un Mesías humilde y manso que, en lugar de entrar en Jerusalén a caballo,
como entran los guerreros, entra a lomos de un asno, y que es así como es
aclamado por el pueblo? Son muchos los momentos, especialmente los relacionados
con la Pasión, en los que los evangelistas recurren a citas del AT y las
presentan como profecías sobre Jesús. Pero desde un punto de vista histórico no
podemos aceptar que unos hombres que vivieron cientos de años antes del
nacimiento de Jesús ya escribieran sobre él. Eso solo ocurre en el mundo de las
creencias religiosas, no en el de la Historia. La explicación del creyente es
sencilla: a Jesús ya lo anunciaron en el AT y ello demuestra que es un ser
divino. La explicación histórica es algo más compleja. Hagamos un breve
paréntesis para exponerla porque es fundamental para entender los textos.
Nueva religión, viejos profetas.
El Imperio
Romano integraba en su panteón a muchos de los dioses de los pueblos conquistados.
Sus propios dioses eran extranjeros, importados de Grecia. Las divinidades de otros
pueblos orientales tuvieron también un gran éxito: Isis, Atis, Serapis, Cibeles
o Mitra. Para que las religiones extranjeras fueran acogidas por los romanos,
tenían que cumplir varios requisitos, el más importante de los cuales era el de
ser religiones antiguas. La de Israel era una religión antigua. Pero ¿qué
ocurre cuando se predica a un dios como el cristiano, cuya antigüedad es la de tan
solo unos años? Pues que no sería creíble como dios para un pagano. Y menos aún
si ese dios es un hombre real, que ha vivido recientemente, y es, además, un crucificado,
que era lo peor y más degradante que le podía pasar a un hombre. Sin embargo,
si se predica a ese dios, que es Jesucristo, y se afirma que ya hablaron de él
los antiguos profetas y que predijeron incluso su pasión y su muerte, se le
dota de inmediato del requisito de antigüedad, pero también del de divinidad: si
ya los profetas hablaron de él, es porque era un ser que está en un nivel superior
al de un simple ser humano, y no digamos si, además, se proclama que es Hijo de
Dios y preexistente en su seno, es decir, se le equipara a Yahveh mismo, el
dios de una religión muy antigua. El obstáculo de la antigüedad quedaba, pues,
eliminado. Si a ello le sumamos que con la nueva religión ya no era necesario
circuncidarse, que era uno de los miedos que tenían los paganos que se sentían
atraídos por la fe judía, ni había que cumplir las extrañas y pesadas normas de
la Ley, y que para salvarse bastaba, según Pablo, con creer en Jesucristo, el
Hijo de Dios, las barreras quedaban eliminadas.
Pero el
recurso a las citas proféticas del pasado tiene otro motivo mucho más
importante, relacionado con la necesidad de explicación del estrepitoso fracaso
que había supuesto la crucifixión para los seguidores de Jesús. Una de las
primeras preguntas que debieron de hacerse tras su muerte fue: ¿Por qué un
hombre justo, cumplidor de la Ley, que predica el bien, que quiere liberar a
Israel del sufrimiento, que apela a Dios y que incluso le llama Padre ha sido
condenado a la muerte más humillante de todas? ¿Por qué Dios, en lugar de
ayudarle, como hizo con los Macabeos o en otros muchos momentos de la Historia,
ha permitido que eso ocurra? La respuesta a cualquier pregunta la buscaban los
judíos (y la siguen buscando) donde ellos consideran que están todas las
respuestas: en la palabra de Dios, en sus libros sagrados. Y a ellos
recurrieron. Y allí encontraron figuras clave que les dieron algunas pistas,
como el Siervo Sufriente del profeta Isaías: el “despreciado”, el “varón de
dolores”, el “conocedor de todos los quebrantos”, el que padece sufrimientos
con valor redentor (Is 42, 1-9; 49, 1-6; 50, 4-11, etc.). También encontraron
la figura del Hijo del Hombre en el capítulo 7 del libro del profeta Daniel. Y
algunos salmos, que interpretaron como proféticos, como el salmo 22. Y otras
muchas citas de otros profetas, como Zacarías o Miqueas. E incluso de libros no
proféticos, como el Deuteronomio o el Éxodo. Y puede que, a la luz de estos
textos, pensaran: Quizás la crucifixión no es culpa del abandono de Dios, sino
que somos nosotros los que estábamos equivocados y no hemos entendido bien sus
planes. Quizás el Mesías verdadero no es el que nosotros esperábamos, el
guerrero, el rey libertador de Israel, sino un Mesías diferente, del que hablan
ciertas profecías: el mesías sacrificial, el Cordero de Dios, el que redime con
su muerte los pecados de los hombres. Y de repente la oscuridad de los
discípulos debió de iluminarse. Y, convencidos de que la muerte de Jesús no había
sido en vano ni que ellos habían estado siguiendo a un impostor, sino al
verdadero Mesías anunciado por los profetas, sintieron que no habían fracasado
y se lanzaron como locos a predicar que Dios no dejó a Jesús en manos de la
muerte, sino que lo había resucitado, lo había colocado a su derecha, y que vendría
de nuevo desde los cielos a instaurar el Reino que había predicado durante su
estancia en la Tierra. Y eso esperaron las primeras generaciones, que el Reino
llegara con el inmediato regreso de Jesús. Y así puede que comenzara el
posterior desarrollo de la teología cristiana que dio origen a las cartas de
Pablo, a los evangelios, a la Iglesia misma y a la fe en que Jesús iba a
regresar muy pronto. Pero, dado que pasaba el tiempo y Jesús no regresaba, acabaron
por trasladar su segunda venida al final de los tiempos. Pero esta, como otras,
es una mera hipótesis que trata de explicar desde planteamientos puramente
historicistas el nacimiento del cristianismo, una hipótesis defendida por numerosos
historiadores. Así pues, el origen del cristianismo sería, desde este punto de
vista, la interpretación que hicieron los discípulos de Jesús de la figura real
e histórica de su maestro a la luz de las antiguas escrituras sagradas. Los
creyentes, evidentemente, tienen su propia explicación, su propia hipótesis.
El relato de
la Pasión, como hemos dicho, está plagado de referencias y citas proféticas
escritas cientos de años antes de que Jesús naciera, y es construido, en muchos
casos, sobre la base de esas citas. Veamos algunos de los muchos ejemplos,
además de los ya mencionados: las palabras atribuidas a Jesús en la cruz “Dios
mío, Dios mío por qué me has abandonado” son literalmente las mismas del primer
verso del Salmo 22. Jesús crucificado entre dos ladrones remite a las palabras
de Isaías sobre el Siervo de Dios “Fue contado entre los malhechores”. Que los
soldados se repartan las vestiduras de Jesús y sorteen su túnica se dice en el
Salmo 22, 19: “Se reparten entre sí mis vestiduras y sortean mi túnica”. Las 30
monedas de plata con las que pagan a Judas su traición ya son mencionadas en Zac
11, 12-13. También el anuncio de que Judas traicionaría a su maestro aparece en
el Salmo 41: “El que come mi pan ha alzado contra mí su talón”. La respuesta de Jesús al Sumo Sacerdote cuando
este le pregunta si es Hijo de Dios es literalmente una cita de Daniel 7, 13:
“Veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del Poder venir sobre las nubes
del cielo”. Cuando Jesús dice en la cruz que tiene sed y los soldados le dan de
beber vinagre ya es mencionado en el Salmo 69, 22: “En mi sed me han dado de
beber vinagre”. El que la tumba de Jesús sea propiedad de un hombre rico como
José de Arimatea ya se prefigura en Is 53, 9: “Y con los ricos se puso su
tumba”. Y todo el sentido que Pablo de Tarso le da a la muerte de Jesús ya aparece
también en Is 53, 12: “Indefenso se entregó a la muerte y fue contado entre los
malhechores, cuando él cargó con el pecado de muchos e intercedió por los
rebeldes”, una cita que también recuerda al “Padre, perdónalos porque no saben
lo que hacen” de Jesús en la cruz. El que a Jesús no se le rompieran los huesos
de las piernas, como se solía hacer con los crucificados para que acabaran de
morir, sino que se le traspasara el costado con una lanza, son palabras del
libro del Éxodo: “No se le quebrará hueso alguno” (Ex 12, 46) y de Zac 12, 10:
“Mirarán al que traspasaron”. Estos son solo algunos de los múltiples ejemplos de
la conexión directa que existe entre los detalles de los relatos de la Pasión y
citas bíblicas anteriores. Entonces, o bien creemos que los diferentes autores
del AT ya hablaron sobre Jesús varios siglos antes de que naciera, o bien estos
detalles están basados, no en hechos reales, sino en citas del AT con el fin de
expresar determinados conceptos teológicos. O una tercera posibilidad: lo que narran
los evangelistas está plagado, por pura casualidad, de coincidencias con lo que
los profetas bíblicos dijeron muchos siglos antes. Cada cual, dependiendo de
sus convicciones deberá elegir cuál de las tres posibilidades es la que mejor
explica dichas coincidencias.
LA ÚLTIMA CENA
Si bien la
escena de la entrada triunfal en Jerusalén tiene más posibilidades de ser una verdad
teológica que una realidad histórica, no ocurre lo mismo con la Última Cena,
aunque los datos de los evangelistas provocan mucha confusión desde el punto de
vista histórico. Jesús, como buen judío, tuvo que celebrar la cena pascual con
sus discípulos, que habían bajado con él a Jerusalén para la Pascua. Otra cosa
es que se narre tal y como realmente sucedió.
¿Dónde se
celebró? Hay historiadores que sostienen, basándose en datos del libro de los Hechos,
que la Última Cena debió de celebrarse en la casa de una mujer acaudalada,
viuda, llamada María, que es la madre de un tal Juan Marcos, compañero de
viajes de Pablo y de quien algunos expertos afirman que es el evangelista
Marcos, aunque, de ser así, es extraño que en su evangelio no mencione que la
Última Cena se celebró en su casa. En la mansión de esta mujer solían reunirse
los discípulos y los miembros de la primera comunidad de Jerusalén. Según el
resto de fuentes evangélicas, la Última Cena tuvo lugar en casa de alguien cuyo
nombre no se menciona.
¿Cuándo se
celebró? Para los sinópticos, la Última Cena fue la cena de Pascua, es decir la
de la noche del 14 al 15 del mes de Nisán, que cada año cae en un día de la
semana diferente. El 14 de Nisán es el día que siempre ha sido celebrada por
los judíos. Sin embargo, para Juan, la Última Cena tuvo lugar antes del 14 de
Nisán y, por tanto, tuvo que ser una cena diferente de la cena pascual. Juan,
que debía de conocer alguno de los evangelios sinópticos, tuvo que adelantar la
fecha en su relato de los hechos porque, según él, el 14 de Nisán era el día en
que Jesús murió y, claro, no podía estar cenando y crucificado al mismo tiempo.
Llama también la atención el hecho de que los sinópticos digan que Jesús celebró
la cena pascual el primer día de los Ázimos, cuando el primer día de los Ázimos
(el primer día de los siete que duraba la Pascua) es siempre el día después de
la cena pascual, es decir, el 15 de Nisán, el primer día que se come pan ázimo.
Estas contradicciones se han intentado arreglar de muchas maneras a lo largo de
la Historia, pero ello únicamente ha servido para generar aún más confusión. Y
hay otro hecho destacable: todos los evangelistas, menos Juan, narran que
durante la cena pascual Jesús instauró el sacramento de la Eucaristía, el más
importante para los cristianos. Juan, por el contrario, narra la escena del
lavatorio de los pies. Las referencias que hace este evangelista a algo
parecido a la Eucaristía, no al momento en que fue instituida (de lo que nunca
habla), las hace en un discurso que da en Cafarnaúm muchísimo antes de su
muerte (Jn, 6), y no en el marco de ningún banquete pascual.
Así pues, es
posible deducir que lo único que podemos considerar seguro es que Jesús celebró
la cena de Pascua durante su estancia en Jerusalén. Un judío piadoso como él
tuvo que hacerlo. Pero todos los datos aparentemente históricos que acompañan a
ese hecho solo sirven para generar confusión interpretativa, al menos cuando se
intenta unificarlos y crear una sola versión con todos ellos. O bien tienen la
apariencia de datos históricos, pero en realidad son verdades teológicas, o
bien son datos que les han llegado a los evangelistas a través de fuentes que
estaban equivocadas. Y esto es algo que se repite en muchos momentos cruciales
de la vida del protagonista, algunos tan fundamentales para los creyentes como
los relatos de la crucifixión y de la resurrección. Por ello es tan complicado
para los investigadores acceder al verdadero Jesús histórico a partir de los relatos
evangélicos. Porque los evangelios a quien están construyendo realmente no es
al Jesús de la historia, sino al Cristo de la fe.
LA TRAICIÓN DE JUDAS
Este hecho
tiene similares características al anterior. Es muy probable que la traición
fuera un hecho histórico, aunque no sabemos exactamente de qué manera sucedió. Por
lo pronto, solo Mateo menciona el asunto de las 30 monedas de plata. El dato,
más que ser real, apunta a lo simbólico. Esta misma cantidad aparece en otros
momentos del AT: en el libro del Éxodo (Ex 21, 32) se trata del precio a pagar
para rescatar a un esclavo, y en el del profeta Zacarías (Zac 11, 12-13) se
trata del dinero que le arroja el profeta a un alfarero, su salario. No
aparece, sin embargo, en el libro del profeta Jeremías, que es a quien Mateo
atribuye la profecía. ¿Un error de Mateo? Es posible, aunque en el libro de
Jeremías hay alguna referencia a datos que se mencionan en la escena de la
traición, como la compra del campo de un alfarero por parte de Jeremías, que es
luego como se llama el campo que compran los sacerdotes del Templo cuando,
según el evangelista, Judas les devuelve el dinero, campo que se dedica a
cementerio para extranjeros. Todos estos detalles tienen más posibilidades de
ser referencias teológicas que verdades históricas. Quizás Mateo lo que
realmente esté diciendo es que la muerte de Jesús es un rescate, una
liberación, como la de un esclavo. Y quizás el uso del Campo del Alfarero para
enterrar a extranjeros lo que signifique sea que el cristianismo no solo acoge
a judíos, sino a gentes de todos los pueblos. Son conclusiones que no dejan de
ser meras hipótesis. Quizás la coincidencia de tres referencias bíblicas a una
misma cantidad de monedas de plata (Mt, Ex y Za) sea una simple casualidad, pero
en la Biblia hay pocas casualidades.
Respecto a la
muerte de Judas, nos han llegado dos versiones: Mateo dice que se ahorcó, y
Lucas, en Hch 1, 17-18, dice que, con las monedas de plata, el mismo Judas
compró un campo, se subió a una especie de risco y se arrojó desde allí,
esparciéndose sus entrañas por todo el terreno. ¿Cuál de las dos versiones es
la real? Nunca lo sabremos.
Finalmente, también
parece bastante inverosímil el hecho de que Jesús anunciase en la Última Cena
que Judas, allí presente, le traicionaría, un hecho muy grave, y que, a pesar
de ello, el resto de los discípulos siguiera cenando como si nada, sin decirle
ni una palabra, sin ni siquiera un reproche. Todo ello sin contar que Jesús,
como en otras muchas escenas, predice lo que le va a pasar, es decir, conoce su
futuro. La Historia, a ese respecto, no tiene nada que decir porque conocer el
futuro es un hecho acientífico. El conocimiento del futuro únicamente es
posible si se es omnisciente, y eso sólo lo es Dios. Volvemos, pues, al terreno
de la fe (Jesús es Dios) y nos alejamos del de la Historia
EL MONTE DE LOS OLIVOS
¿Qué hace
Jesús cuando está en Jerusalén retirándose cada noche al Monte de los Olivos
(Lc 21, 37-38), fuera de las murallas, teniendo que atravesar el gran cementerio
que ocupa buena parte del Valle del Cedrón? Cualquiera que conozca Jerusalén
sabe que el Monte de los Olivos es un lugar oscuro, probablemente peligroso en
aquellos tiempos, y que está a 3 km de la ciudad. ¿Se reúne allí con sus
discípulos para preparar la sublevación? ¿Le gusta, como a sus discípulos,
dormir bajo las estrellas? ¿Se esconde en la oscuridad porque teme que lo
detengan? Es posible, pero no lo parece, según Lc, puesto que cada día baja a
predicar al Templo, a plena luz del día. Históricamente, es un hecho extraño. Sin
referencias teológicas, sin conocer lo que el lugar significa para la religión
judía, es un hecho difícil de entender. Nos podemos quedar en el primer nivel
de lectura, la pura trama, sin preguntarnos por qué es así, pero nos perderemos
lo realmente importante: el segundo nivel. El Monte de los Olivos es,
simplemente, en la tradición judía y según las profecías, el lugar donde
comenzará la era mesiánica, el lugar desde donde el Mesías partirá para
instaurar el Reino de Dios en la tierra de Israel. El profeta Zacarías así lo
dice: “Entonces saldrá el Señor y peleará contra aquellas naciones, como peleó
en el día de la batalla. Y sus pies estarán en aquel día sobre el Monte de los
Olivos, que está delante de Jerusalén, en el este” (Zac 14, 1-5). Es decir, que
de nuevo el relato se hace extraño si atendemos a la Historia, a lo real, pero
se vuelve nítido si lo analizamos desde la Teología, desde la relación entre
Dios y los hombres. ¿Desde donde podía entrar Jesús, el Mesías, en Jerusalén
para ser recibido y aclamado por la multitud como tal? Del Monte de los Olivos.
¿De dónde podía venir Jesús, el Mesías, para llevar a cabo la instauración del
Reino de Dios? Del Monte de los Olivos. Volvemos a estar ante una escena en la
que lo importante es el significado teológico. ¿Detuvieron a Jesús en el Monte
de los Olivos? Puede que sí o puede que no, pero si el relato lo sitúa en ese
lugar es porque lo que verdaderamente quiere decir es que Jesús es el Mesías y
que su labor liberadora (redentora), su Pasión, empieza ahí, en el lugar donde
se espera que el Mesías comience a instaurar el Reino, el lugar que menciona el
profeta Zacarías. O puede también que Jesús hubiera hecho una lectura literal
de la profecía de Zacarías y pretendiera iniciar su revuelta, su “batalla”
“contra las naciones”, partiendo del Monte de los Olivos. Nunca lo sabremos.
El profeta
Zacarías utiliza un lenguaje bélico, lenguaje, por otra parte muy común en el
AT. ¿Tuvo el movimiento de Jesús algún tipo de contacto con la violencia, como
ocurrió con otros movimientos y líderes mesiánicos de la época? El mesías que
los evangelistas describen es un personaje en general pacífico, manso, que
acepta su destino con resignación y que proclama la ley del amor como la más
importante de todas. Sin embargo, cuando se analizan ciertas grietas de los
textos, lo que asoma tiene un matiz algo distinto. Veamos algunos datos
concretos. Como ya hemos dicho, al menos uno de los doce apóstoles, Simón el
Zelote, debía de ser, por su sobrenombre, afín a la secta que creó Judas el
Galileo, una secta que defendía y ejercía la violencia contra los romanos.
Recordemos que tanto Judas como sus hijos murieron crucificados. En cuanto a
Judas, el discípulo traidor, también es conocido como Iscariote. Su sobrenombre
significa “el sicario”, es decir, el que porta una sica, un puñal mortífero que
los rebeldes llevaban escondido bajo la ropa. Cuando en el monte de los Olivos
vienen a detener a Jesús, los discípulos le preguntan: “¿Señor, herimos a espada?”
(Lc 22, 49). ¿Significa eso que iban armados? Los ciudadanos comunes de Israel,
como es lógico, no iban armados. Momentos antes, en el mismo evangelio, Jesús
les dice: “Pues ahora, el que tenga bolsa que la tome, y lo mismo alforja, y el
que no tenga que venda su manto y compre una espada (…) Porque lo mío toca a su
fin. Ellos dijeron: Señor, aquí hay dos espadas. Él les dijo: Basta” (Lc 22,
36-38). Los evangelistas narran también cómo Pedro, durante la detención de
Jesús, saca su espada y le corta la oreja a un siervo del Sumo Sacerdote, un
tal Malco (Jn 18, 10). Cualquiera conoce también la escena de la expulsión
violenta de los mercaderes del Templo (Mt 21, 12-13), cuando Jesús, látigo en
mano, organiza un tumulto días antes de su detención, derribando los puestos de
los cambistas y de los que vendían animales para los sacrificios.
(Extrañamente, Jesús logra expulsarlos y ellos ni siquiera se defienden ante el
ataque, aun siendo muchos). En definitiva, demasiadas referencias no
precisamente pacíficas para unos textos que pretendían mostrar la imagen de un mesías
manso y conciliador que predica el amor por encima de todo, incluso a los
enemigos. A pesar de que todas estas escenas pudieran tener parte de Teología, la
mayoría de los expertos considera que también contienen ciertos ecos históricos,
y aplican para ello uno de los criterios para aprobar la historicidad de un
dato concreto: el criterio de dificultad. Es decir, si pretendes construir la
imagen de un Jesús manso y pacífico y narras este tipo de escenas, estás
tirando piedras contra tu propia intención narrativa. Siempre que esto ocurre,
lo narrado tiende a ser considerado un dato cierto, aunque haya sufrido ciertas
transformaciones en la narración. En definitiva, es muy posible que Jesús y los
suyos tuvieran algún tipo de contacto con la violencia como, por otra parte,
era común en todos los que en aquellos tiempos se consideraron pretendientes
mesiánicos. Es muy posible, incluso, que una de las acusaciones contra Jesús y
los suyos fuera la de formar parte de un grupo armado. El que luego los evangelistas lo presenten
como un príncipe de la paz, como un cordero que no replica cuando es llevado al
matadero, tiene más que ver con la interpretación que ellos hicieron de la
figura de Jesús a la luz de ciertas profecías, y, por supuesto, con el tipo de destinatario
de los textos: los romanos. ¿Cómo iban a aceptar los romanos como dios a un
rebelde contra el Imperio y sus instituciones? Había que atenuar ciertos elementos
de la realidad para no provocar rechazo.
Finalmente,
hay que señalar que carece de verosimilitud el que Jesús arremetiera contra los
mercaderes del Templo, y que es muy posible que el altercado tuviera otros
motivos por los cuales pudo precipitarse su detención. El Templo de Jerusalén
no era un lugar como nuestras iglesias, donde reinan el silencio y el respeto.
Se trataba de un templo bullicioso de tipo sacrificial, con cientos de personas
que llegaban de todos lados para ofrecerle a Dios sacrificios de animales,
especialmente durante la Pascua. Muchos judíos acudían desde muy lejos y no
podían traer con ellos los animales; tenían que comprarlos en el Templo. Eran
muchos los que llegaban de otras tierras, con otras monedas y, para comprar los
animales, tenían que cambiarlas por las monedas locales. Es decir, que hubiera
mercaderes y cambistas era consustancial al Templo de Jerusalén. No era motivo
para que Jesús arremetiese contra ellos. No tiene sentido en el contexto
histórico. El motivo de la revuelta debió de ser otro, quizás más relacionado
con la instauración del Reino, que era lo que Jesús predicaba y por lo que
finalmente fue condenado a muerte. O quizás, simplemente, los evangelistas, que
escriben después de la destrucción del Templo en el año 70, consideran que en
sus nuevas celebraciones como cristianos no tienen sentido los sacrificios de
animales y condenan todo lo que tiene que ver con el Templo, e inventan para
ello la escena del enfrentamiento de Jesús con los mercaderes que colaboran en
los sacrificios animales. Lo más probable es que nunca sepamos con certeza lo
que realmente ocurrió aquel día, si es que ocurrió algo. Quizás se trate
simplemente de un dato teológico que proclama la invalidez de los sacrificios
animales porque el único sacrificio válido para los cristianos, a partir de la
crucifixión, es el de Jesús en la cruz.
EL PROCESO Y LA CONDENA
La narración
del proceso judicial que conduce a la condena es, para cada evangelista,
diferente, aunque en lo básico todos mantienen el mismo esquema. Todos narran que
ante quien primero declara Jesús es ante las autoridades judías: para Mc, Mt y
Lc, es el Sanedrín, que era el órgano judío que ejercía la autoridad religiosa
y que estaba compuesto por un mínimo de 23 ancianos y un máximo de 71; para Jn,
a Jesús lo llevan primero a casa de Anás, yerno de Caifás, y luego a la casa de
este, que era el Sumo Sacerdote. Jn no narra ningún juicio ante el Sanedrín.
Una vez acusado de blasfemo, a Jesús lo llevan ante Pilato, quien, aunque no
está convencido de que Jesús merezca morir, acaba mandándole crucificar porque la
multitud se lo pide, la misma multitud que días antes lo recibía jubilosa y
que, sin que nada nuevo mediase, pareció cambiar de opinión. Lc introduce la
comparecencia ante el rey Herodes, omitida por los otros evangelistas. Todo
ello ocurre de madrugada. Pilato acaba por hacerle caso al pueblo, que le pide
que, en lugar de a Jesús, libere a un tal Barrabás. Entremedias hay burlas y
otros actos de maltrato. Lo único que declara Jesús, que se mantiene en
silencio durante la mayor parte de los interrogatorios, es que es Hijo de Dios
y, cuando Pilato le pregunta si es el rey de los judíos, él dice que sí. Jesús,
finalmente, es condenado por el prefecto a morir crucificado. Los relatos
exoneran, mediante la escena del lavatorio de manos, a Pilato de la
responsabilidad última de la condena, que recae sobre los judíos (“Caiga su
sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos”, se dice en Mt 27, 22-25), algo
que a lo largo de la historia supondrá la constante acusación de deicidio
contra el pueblo judío, que acarreará violentas corrientes de antisemitismo,
incluso hasta el siglo XX. La exoneración de responsabilidad de Pilato sobre la
muerte de Jesús y las leyendas que de él se cuentan en el apócrifo de las Actas de Pilato llevó a la Iglesia
ortodoxa etíope, por ejemplo, a hacerlo santo, igual que a su esposa.
El relato,
desde un punto de vista histórico, presenta varios problemas tal y como está
construido. Señalemos solo algunos de los más evidentes: resulta muy extraño
que el Sanedrín se reuniera de madrugada, nada más detener a Jesús. Había que
hacer primero una convocatoria, avisar a los testigos para la vista, preparar
el lugar, etc. También es inverosímil que la máxima autoridad romana, Pilato, y
un rey, Herodes Antipas, aceptasen ver a un reo a altísimas horas de la
madrugada (el juicio del Sanedrín se debió de alargar porque, según la
narración, fueron muchos los testigos que declararon). Para Jn, sin embargo, no
hubo juicio del Sanedrín, que era el único órgano judío que podía juzgar a
Jesús. Que solo Lc cuente la visita a Herodes es también extraño. Que Pilato
condenara a muerte a Jesús tras una especie de consulta al pueblo, que se debió
de enterar muy rápido de la detención de Jesús y se fue para el pretorio, es
también un hecho inverosímil si se tienen en cuenta tanto el Derecho Romano como
el autoritarismo de Pilato y el tipo de delito del que se acusaba a Jesús. No
es plausible que el propio pueblo oprimido pidiera que se crucificase a uno de
los suyos, a alguien que pretendía, de alguna manera, liberarlo. Y, finalmente,
todos los historiadores especializados y las autoridades religiosas judías, niegan
que en algún momento de la Historia haya existido en Israel una tradición según
la cual un preso tuviera que ser liberado durante la Pascua. Además, tampoco sería
creíble que Pilato liberara a Barrabás, quien posiblemente era un rebelde
encarcelado por haber asaltado o matado a algún soldado. Solo con estos
elementos, cualquier historiador actual pondría en duda la veracidad de los
hechos tal y como los evangelistas los narran. Así pues, ocurre como en otras
escenas: o estamos ante verdades teológicas o ante una deformación de la
realidad según las necesidades apologéticas de los autores en el momento en el
que escriben: finales del siglo I, Jerusalén y el Templo destruidos, la
comunidad judeocristiana asesinada o desaparecida, necesidad de convertir a los
paganos y claros síntomas de enfrentamientos entre judíos y cristianos, que
tienen diferencias doctrinales cada vez mayores (por ello se les acusa
constantemente en los evangelios). Lo más probable es que se trate de una
mezcla de las dos cosas. Por lo que conocemos del Imperio en general y de
Israel en particular, y considerando la crucifixión de Jesús un hecho histórico
ocurrido entre el año 26 y el 36, tiempo en que Pilato ejerció como prefecto de
Israel, todo lo que podemos decir de los detalles del proceso y la condena son
hipótesis o suposiciones razonadas, no hechos incontrovertibles. A saber: si
hubo juicio, se tuvo que alargar durante un tiempo. El proceso pudo durar
semanas o, incluso, meses. Pudo ser también un juicio sumarísimo rápido en el
que no participaron ni el Sanedrín ni Herodes. La condena fue una condena del
Imperio. La crucifixión era un tipo de ejecución extrema destinada, con raras
excepciones, solo a esclavos y a rebeldes políticos. Los judíos no crucificaban
a sus reos; los lapidaban. Poncio Pilato es conocido en fuentes extrabíblicas
como un hombre cruel que no tiene reparos en condenar duramente cualquier
indicio de traición contra Roma o a cualquiera que atente contra la seguridad
del Imperio. Jesús, con toda probabilidad, fue condenado por sedición, por
pretender la liberación de Israel del poder romano e intentar establecer un
reino independiente gobernado por Yahveh a través de un mesías-rey que, de
haber triunfado su movimiento, podría haber sido él mismo. Para el poder
romano, Jesús debía de ser una especie de agitador peligroso, líder de un grupo
armado, como habían sido otros hombres de su tiempo, condenados también a
muerte de cruz o asesinados en medio de la revuelta que provocaron, como es el
caso de Teudas, uno de los mesías mencionado en Hch 5, 36-37, muerto al lado del
Jordán junto a sus 400 seguidores mientras esperaban que las aguas se abrieran,
como en el relato del Mar Rojo.
CAMINO DEL CALVARIO, CRUCIFIXIÓN Y MUERTE
La crucifixión
era conocida por los romanos como “mors agravata”, es decir, una muerte aún más
grave que la propia muerte. No se trataba solo de que el reo muriera, sino de
que, para servir de escarmiento, agonizara lentamente, a la vista de todos,
completamente desnudo y entre espantosos dolores. La crucifixión tenía como fin
eliminar toda posible dignidad y honor del crucificado. Era precedida, por lo
general, de tortura, normalmente flagelación, que dejaba exhausto y medio
muerto al reo. A veces se abandonaba al condenado en manos de los soldados para
que se divirtieran humillándolo y torturándolo. A ello corresponde la parte de
la narración evangélica en la que la soldadesca le coloca a Jesús los atributos
propios de un rey, pero a modo de burla: una corona, pero de espinas, una
túnica púrpura, como la de la realeza y, en lugar de un cetro, una caña, con la
que se dice que también le golpearon. No sabemos si esto ocurrió en realidad
porque, evidentemente, no hubo testigos que lo narraran. Lo que sí que se sabe
es que en ocasiones los soldados cogían a algún esclavo, “jugaban” con él y
acababan matándolo. Durante la dolorosa sesión de latigazos, los condenados perdían
mucha sangre y quedaban sin fuerzas. De camino al lugar de la ejecución, podían
ser objeto de burlas o de maltrato y les colgaban al cuello un cartel en el que
estaba escrito el delito del que se les acusaba; en el caso de Jesús,
posiblemente escribieron “Rey de los judíos”, cartel que luego también se ponía
en la cruz. Los condenados no cargaban con la cruz entera, sino únicamente con
el palo trasversal, el llamado patibulum,
que luego se colocaba, una vez clavado el reo, en lo alto del palo vertical, el
stipes, que estaba fijo en el lugar
de la ejecución y que se utilizaba para otras crucifixiones. No hubo una cruz
destinada especialmente a Jesús. Camino del Calvario, Mc, Mt y Lc mencionan a
un tal Simón de Cirene, al que obligan los soldados a llevar el madero porque
Jesús, malherido, ya no tenía fuerzas. La mayoría de los historiadores
consideran cierto el dato, precisamente porque carece de connotaciones
teológicas. Otro de los personajes comunes de la Semana Santa, la conocida como
Verónica, es un personaje que aparece en uno de los evangelios apócrifos, el de
Nicodemo, escrito en el siglo IV. El personaje no comienza a conocerse hasta el
siglo VII y hasta el siglo XV no entra en el viacrucis. Forma parte de una
leyenda piadosa muy tardía y ningún historiador la considera un personaje histórico.
Una vez llegados al Gólgota, que se encontraba fuera de las murallas de
Jerusalén, los reos eran crucificados. Las cruces tenían, por lo general, forma
de T. Los crucificados, dependiendo del estado físico en el que quedaran tras la
tortura, podían pasarse varias horas o varios días clavados, hasta que morían,
normalmente por asfixia, por septicemia o por infarto, debido al sufrimiento y
la tensión extremos. Cuando se deseaba que murieran rápidamente, se les rompían
los huesos de las piernas con el fin de que no pudieran apoyarse en los clavos
de los pies para erguirse y seguir respirando. Los clavos no atravesaban las
manos, como se suele representar a Jesús, sino las muñecas, entre el cúbito y
el radio, para que los reos no se desgarraran y cayeran al suelo. Los pies
solían clavarse atravesando los huesos del talón y no en la parte frontal de la
cruz sino en los laterales del stipes,
uno a cada lado. En ocasiones, los cuerpos de los crucificados, vivos o
muertos, quedaban colgados durante días y eran atacados por aves u otros
animales salvajes. Y lo más común era, como humillación y deshumanización
definitiva, que a los crucificados no se les diera sepultura, sino que, una vez
descolgados, se les arrojaba a una fosa común que solía haber en el lugar de
las ejecuciones. Si el montículo donde crucificaron a Jesús se llamaba Calvario
o Gólgota, que significa lugar de las calaveras, no era por casualidad, sino
porque las calaveras debían de estar a la vista, en esa especie de barranco o
fosa común. En el caso de los líderes rebeldes, la privación del derecho a una
tumba tenía, además, la finalidad de que no existiera un lugar al que los
posibles seguidores del crucificado pudieran peregrinar. Se trataba de borrar
toda posible memoria del condenado. Por todo ello, y no solo por la dolorosa
muerte en sí, la crucifixión era considerada “mors agravata”.
Por supuesto,
los crucificados eran custodiados por soldados y no se permitía que nadie se
acercara a ellos. Los familiares y los amigos no estaban, lógicamente,
presentes en la ejecución, como normalmente no han estado a lo largo de la
historia. Primero, por el sufrimiento que les supondría el espectáculo, y
segundo porque corrían el riesgo, en el caso de líderes político-religiosos
como Jesús, de ser capturados ellos también. No a otra cosa se deben las
negaciones de Pedro y la desbandada de los discípulos.
La de Jesús fue
posiblemente una crucifixión colectiva, como otras muchas, aunque los
crucificados con él no eran, con toda seguridad, ladrones, como han pasado a la
tradición. A los ladrones no se les condenaba a muerte de cruz. Los
evangelistas hablan de salteadores o de malhechores, la misma palabra que
aparece en la profecía de Isaías (“Será contado entre los malhechores”), aunque
muy probablemente se tratara de hombres acusados de delitos similares a los atribuidos
a Jesús. Solo Lucas habla del buen y el mal ladrón. En los otros evangelios se
afirma que ambos condenados lo injuriaban. En cuanto a la presencia al pie de
la cruz de María, la madre de Jesús, del apóstol Juan y de otras mujeres, el
dato es mencionado únicamente en el cuarto evangelio. En los otros tres se dice
que las mujeres, entre las que no se cita a su madre, miraban desde lejos, un hecho
mucho más probable. Como ya hemos dicho, casi todos los detalles de la escena
(las palabras de Jesús, las burlas por no poderse salvar a sí mismo, la
lanzada, el vinagre, el reparto de las vestiduras, el sorteo de la túnica, el
que no se le rompieran los huesos, etc.) tienen como referencia o coinciden con
antiguas profecías o narraciones de diferentes libros del AT, lo que hace
suponer que, más que de detalles históricos, se trata de realidades teológicas
introducidas en el relato años después de la crucifixión, con la finalidad de
decir que aquella muerte ya había sido anunciada por los profetas y prevista
por Dios en su plan de salvación.
Respecto a la
fecha y el día de la semana de la crucifixión, se han propuesto numerosas
teorías a lo largo del tiempo. Los evangelistas coinciden en que lo
crucificaron un viernes, que ha sido siempre la teoría más aceptada por los
cristianos. Sin embargo, los historiadores judíos rechazan de plano esa
posibilidad, especialmente si se trataba del viernes anterior al primer día de
Pascua, que era sábado. Por cuestiones relacionadas con las leyes de pureza, niegan
que el llamado día de la Preparación pudiera crucificarse a alguien en el
Israel de entonces sin que hubiera supuesto un serio enfrentamiento entre las
autoridades judías y las romanas, enfrentamiento que no tuvo lugar. Así mismo,
es extraño que crucificaran a Jesús sólo unas horas antes de la llegada del
sábado. Según los sinópticos, Jesús fue crucificado a la hora tercia, es decir,
a las nueve de la mañana. Según Jn, a la hora sexta, al mediodía, y todos
coinciden en que murió a la hora nona, a las tres de la tarde. Dado que la
crucifixión era una castigo destinado, entre otras cosas, a servir de
advertencia y escarmiento a quienes intentasen cometer un delito semejante, y
ello significaba que los reos colgasen de la cruz durante largas horas para ser
vistos, no parece probable que la crucifixión se llevara a cabo tan poco tiempo
antes del sábado, que para los judíos comenzaba entre las cinco y las seis de
la tarde del día anterior, nuestro viernes. El sábado estaba prohibido, según
la ley judía, que nadie colgara del madero, así que, si fue así, hubo que
descolgar a los crucificados a toda prisa. Todo resulta excesivamente
apresurado. Se puede concluir que, igual que no se conoce la fecha exacta del
nacimiento de Jesús (solo se puede afirmar que nació antes del año 4 a. C., ya
que lo que sí sabemos es que su nacimiento tuvo lugar durante el reinado de
Herodes el Grande, que murió en el 4 a. C.), es difícil conocer la fecha exacta
de su muerte. En primer lugar porque transcurre mucho tiempo entre la crucifixión
y el momento en que la narran los evangelistas y, en segundo lugar, porque hay
muchísimos datos manipulados por los narradores por motivos de índole
teológica. Lo esencial, que es el hecho mismo de la crucifixión,
independientemente de cuándo tuviera lugar y en qué circunstancias, es algo que
la práctica totalidad de los expertos defiende como un hecho histórico sin el
cual no habría nacido la nueva religión.
También es
posible que la hora y el día de la crucifixión, tal y como se narran en los evangelios,
sean verdades teológicas y no históricas. Jesús muere justo el mismo día (el 14
de Nisán) y a la misma hora (la hora nona, las tres de la tarde) en que se comenzaban
a sacrificar los corderos para la cena de Pascua. ¿Se trata de una coincidencia
casual o están definiendo los evangelistas a Jesús como el Cordero de Dios, el
sacrificado en beneficio de todos, y por ello narran la escena con esa
cronología?
En cuanto a la
sepultura de Jesús, también existe controversia histórica al respecto. Puede que
con él se hiciera una excepción y se lo sepultara en una tumba individual, como
narran los evangelios, en un sepulcro nuevo propiedad de un tal José de
Arimatea, un saduceo rico, miembro del Sanedrín, del que se dice que admiraba a
Jesús en secreto y que, según los textos, le pidió el cuerpo a Pilato para llevarlo
a un sepulcro que había comprado para él y su familia, y que estaba situado muy
cerca del lugar de la crucifixión. Pero sepultar a los crucificados, como se
sabe, no era lo común, y menos en una tumba individual. Formaba parte del
castigo y del escarmiento. El relato, muy breve, presenta algún dato que les
chirría a los historiadores. Es poco creíble que un hombre rico y miembro del
Sanedrín declarara ante Pilato su simpatía o su compasión por un hombre
condenado por sedición como para pedirle el cuerpo y sepultarlo. Ello era
peligroso. Y es extraño también que alguien adinerado y miembro de la clase
dirigente hubiera comprado una tumba para él y su familia justo al lado de los enclaves
más impuros de Jerusalén: el lugar de las crucifixiones y la fosa común donde
se arrojaba a los crucificados. La tradición mantiene esa cercanía de los dos
lugares, el de la crucifixión y el de la tumba, en la iglesia del Santo
Sepulcro de Jerusalén (no hay más de 30 metros entre uno y otro lugar), pero es
un dato difícil de sostener desde un punto de vista meramente histórico. Hay,
por último, historiadores judíos que han investigado la figura de José de
Arimatea y que han llegado a la conclusión, basándose en antiguos documentos
del judaísmo, de que fue un personaje que realmente existió, pero que no era ni
rico ni miembro del Sanedrín, sino una especie de juez de tercera clase, un
funcionario encargado de dar sepultura a los cadáveres que nadie reclamaba,
probablemente en una fosa común. La investigación histórica sobre este u otro
acontecimiento relacionado con la vida de Jesús sigue abierta. De hecho, Jesús
de Nazaret sigue siendo el personaje histórico sobre el que más se ha escrito en
la Historia y sobre el que más investigadores siguen trabajando y escribiendo
en la actualidad.
La escena del sepulcro vacío, en la que se cuenta que María Magdalena y otras mujeres van la mañana del domingo a embalsamar el cuerpo de Jesús y descubren que ha desaparecido, es la frontera que un historiador no puede traspasar. A partir de ese momento, todo lo que se narra (la resurrección, la presencia de uno o más ángeles, las numerosas apariciones de Jesús y su ascensión al cielo) solo puede ser tratado desde la fe, no desde la Historia. La Historia, como ciencia, únicamente puede afirmar, como ya hemos dicho, que, desde muy pronto, los primeros seguidores de Jesús tuvieron la certeza, quizás por la interpretación que hicieron de los hechos a la luz de sus sagradas escrituras, quizás por una experiencia íntima o colectiva, o por cualquier otro motivo, de que Jesús estaba vivo, de que había resucitado, y así se lanzaron a predicarlo ardientemente. Pero esa es una realidad en la que es preciso creer, no un hecho demostrable históricamente, porque entonces dejaría de ser necesaria la fe. Y la fe es imprescindible para ser cristiano, como repite incesantemente en sus epístolas el que para muchos es el gran fundador del cristianismo, Pablo de Tarso. Al menos del cristianismo que le ganó la batalla doctrinal al resto de cristianismos de los primeros tiempos, todos ellos desaparecidos en el túnel de la Historia, el cristianismo del que proceden todas las Iglesias cristianas que existen en la actualidad.
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